Tras pasar cuatro años deshabitado, desde que se marcharon sus últimas monjas dominicas, en el Monasterio de la Inmaculada Concepción de Loeches (Madrid) conviven desde hace unos meses personas sin hogar y artistas, que están recuperando con un proyecto la memoria y los objetos cotidianos del convento.
Al frente del proyecto están la Fundación San Martín de Porres, orientada a las personas sin hogar, y el artista Julio Jara, que hace casi veinte años comenzó a convivir con los residentes del albergue que la fundación atiende en el distrito madrileño de Carabanchel y a desarrollar con ellos actividades culturales y creativas.
“Lo lógico habría sido llegar aquí con un planteamiento del proyecto, pero lo hicimos al revés, también influenciados por la realidad que nos tocaba, que era la pandemia. Así que cinco personas vinimos aquí y entonces ya empezó esto a parecer eso que se llama hogar”, explica Jara a Efe.
Cuando las últimas monjas dominicas del convento, ya de edad avanzada, se plantearon la marcha del monasterio, propusieron a la fundación “darle un nuevo uso o una prolongación del uso”.
“Las cosas, cuando se acaban, también pueden surgir otra vez con gente nueva, en este caso personas sin hogar. Edificios denostados, para gente denostada”, dice Jara.
Limpiaron, desbrozaron, plantaron el huerto. “Trabajamos por la mañana, y la tarde la dejamos para motivaciones, personales o no. Hay un espacio de cultura, un espacio de arte, uno de intimidad y uno de comunidad, todo con un talante normalizador”, explica Jara.
El objetivo es crear una comunidad plural, “de gente que viene y va”, pero con ganas de trabajar, “sin los estereotipos de dentro o de fuera, de inclusión o de exclusión”.
“Lo que queremos es que no haya perfiles, que seamos todos personas”, subraya.
Junto a Julio viven actualmente en el monasterio Óscar y Andrés; este último llegó en enero al albergue de la fundación en Madrid y en septiembre se trasladó a Loeches.
“La vida aquí es normal, hay que hacer labores, y se disfruta del sitio, porque es tan amplio? Es como especial para pasar la pandemia”, cuenta Andrés.
Beyna también les acompaña algunos días. “Vengo cada fin de semana, porque tengo otro trabajo; plantamos un poco, limpiamos, cuidamos el sitio, para habitarlo de nuevo otra vez”, dice sonriendo bajo la mascarilla.
Han hecho de las habitaciones de la antigua enfermería del convento sus dormitorios, y arreglado otros para los invitados que, como el artista Rafa Paniagua, han pasado días allí con ellos.
En el sótano del monasterio han creado su propia galería de arte, en la que ya han expuesto las postales del ilustrador Ferrandiz con las que las monjas dominicas habían decorado su gallinero.
“Queremos que todo lo que se exponga en esta galería sea propio del monasterio”, dice Jara. Lo siguiente que expondrán serán las fotos que han realizado de los elementos y lugares “de funcionalidad trascendental” que han ido encontrando en el convento.
Como los cajones del comedor asignados a cada persona, las tuberías de gas con que las monjas decoraron un enterramiento en el jardín o un armario tan austero que es solo una puerta colocada sobre la esquina de una habitación.
“Es el no necesitar nada, es algo totalmente vaciado de estética pero lleno de funcionalidad, que de tan económico, es arte”, señala.
Artista autodidacta, siempre atraído por los pobres, y “siempre en todos sitios pero sin un punto fijo”, Jara dice que su primer mes como normalizador en el albergue de Carabanchel “fue una experiencia muy fuerte”.
“El primer día que me dejaron en la residencia no lloré de puro milagro. Dije: “¿Qué hago aquí yo? Esto ha sido un alucine mío”, relata.
Desde ese día han pasado casi veinte años, en los que ha unido arte y exclusión, ha enseñado y aprendido de las personas sin hogar, y ha expuesto junto a ellos sus experiencias en Noruega, el Reino Unido o Alemania.
El pasado diciembre la Fundación Daniel y Nina Carasso le galardonó con el Premio Artista comprometido por sus proyectos, que utilizan el arte como herramienta de transformación social.
Su intención es dedicar los 30.000 euros del premio a rehabilitar la planta superior del monasterio, en la que se ubicaban las habitaciones de las religiosas.
“Podrá ser por ejemplo una residencia para artistas, donde podamos cooperar con gente o podrá venir a vivir aquí gente sin hogar”, comenta.
Todavía en la fase de adecuar el convento, esperan recibir próximamente a nuevos residentes en los dormitorios que han estado arreglando.
“Al final, los excluidos estamos excluidos para lo malo y para lo bueno también; esto puede ser una alternativa, no aislarse del mundo, pero sí generar otro tipo de mundo”, dice Jara.
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