El escriba preguntó: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?” Y Jesús le respondió: “El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser»”.
Si entras en el misterio de la divina unidad, te habrás asomado al misterio de la divina plenitud, y allí se llenan de luz las palabras de aquel mandato primero que reclama la plenitud de tu amor: amarás… con todo el corazón, con toda el alma…
Hoy, en la asamblea eucarística, la palabra de Dios proclama y la fe confiesa la unidad divina “Yo soy el Señor y no hay otro”. Y la palabra escuchada se nos vuelve exigencia de que, en la relación con Dios, vivamos la plenitud del amor.
Un amor así es necesariamente perturbador, inquietante, peligroso; un amor así es vida que da muerte, es muerte que da vida.
Quienes niegan a Dios, como quienes viven ignorándolo, no rechazan la verdad de un enunciado doctrinal sino que huyen de un amor intuido como amenaza por su evidente pretensión de totalidad. Aunque no lo confesemos, el amor nos da miedo, ¡a todos!
Denominador común de ateísmo, agnosticismo, relativismo, indiferentismo, ritualismo, fundamentalismo, moralismo, fariseísmo, magia, es el miedo al amor.
Lo inaceptable de Dios no es que exista, sino que sea Uno, pues esa unicidad lleva aparejada la plenitud de su gloria, de su poder, de su grandeza, de su soberanía, de su dignidad. Por eso “dar a Dios lo que es de Dios” significa necesariamente “amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser”.
Todos lo intuimos, también los ateos, y así multiplicamos los dioses para dividir el amor.
Ahora, a ti que crees, te pido que recuerdes el misterio de tu comunión por la fe con Cristo Jesús, con el Hijo de Dios hecho carne, con el hombre en el que se nos ha manifestado el amor que Dios nos tiene, con el hombre en el que los pecadores le decimos a Dios el amor que le tenemos. Recuérdalo, pues sólo en Cristo podemos amar como tenemos que amar. No te apartes del amor de este Hijo si quieres guardar el precepto del amor al Padre.
Hoy, recibiendo a Cristo en comunión sacramental, recibes la moneda que el Espíritu de Dios acuñó para tu tributo, recibes el amor eterno con que has de amar a tu Dios.
Con todo, no es la de Dios la única imagen que has de reconocer en Cristo Jesús, pues en él se halla grabada también la imagen del hombre. Y si has de tributar a Dios todo tu amor, el hombre no ha de quedar fuera de ese tributo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
No tengas miedo: el que te pide amar es el que te da, con su Hijo, su Espíritu, para que ames a Dios con todo tu ser, y al prójimo como a ti mismo.
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