En su exhortación apostólica Verbum Domini, Benedicto XVI dejó claro el carácter sacramental de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es sacramental porque contiene aquello que significa. Dicho de otra manera: el texto bíblico expresa, en palabras humanas, el ser y la voluntad de Dios. Por eso, Benedicto XVI afirmó que la sacramentalidad de la Palabra se puede entender en analogía con la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y vino consagrados. Del mismo modo que la materia del sacramento eucarístico contiene la sustancia de Cristo, también la materia del texto escriturístico (su letra humana) es portador de la Palabra divina. La clave está en el misterio de la Encarnación: el Verbo se hizo carne; por tanto, la carne de Jesús, su humanidad, es el modo humano en el que se hace presente el Verbo del eterno Padre.
El Papa Francisco ha dado un paso más y se ha referido al “carácter cuasi sacramental” de la homilía. Porque una homilía bien hecha hace arder los corazones de los oyentes, expresa los sentimientos que brotan en el oyente tras escuchar la palabra del Señor, es una síntesis actualizada del diálogo que Dios tiene con su pueblo, es una comunicación entre corazones, el de Dios y el de los seres humanos. Dice Francisco: “el Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir ese gusto del Señor a su gente” (Evangelii Gaudium, 141).
Lo sacramental es una realidad humana que contiene y transmite una realidad divina. Pero los sacramentos no son magia. Por eso, si falla el elemento humano, sufre y se oscurece la realidad divina que transmite. Los evangelios de Mateo y Lucas, o las cartas de San Pablo, son sacramentos, escritos humanos transmisores de la palabra de Dios. Pero una mala lectura puede hacer que la palabra de Dios, transmitida sacramentalmente, llegue de forma confusa o desvirtuada, o incluso que no llegue. Del mismo modo, una homilía sin la debida preparación impide que los oyentes capten adecuadamente, o no capten de ningún modo, la actualización del diálogo de Dios con su pueblo.
Para preparar bien una homilía es necesario que el predicador atienda a una doble instancia. Por una parte, prestar toda la atención al texto bíblico, acogido en el amor de la oración y en el estudio de la verdad; y, por otra, conocer a los destinatarios, para hablarles en “clave de cultura materna”, en un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso. Un predicador que no se prepara no es “espiritual”, es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido (Evangelii Gaudium, 145).
Fray Martin Gelabert,O.P
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