Para venir al mundo, Dios quiso contar con la libre cooperación de una criatura, María, para que fuera madre de su Hijo, por la acción del Espíritu Santo.
La Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su cuerpo. Por eso los cristianos afirmamos: "Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo". Credo del Pueblo de
La Iglesia pone la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su misterio, en su "peregrinación de la fe", y lo que será al final de su marcha, donde le espera, "para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad", "en comunión con todos los santos" aquella a quien venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre: «Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (Constitución Dogmática Lumen Gentium, 68). Catecismo de la Iglesia Católica 972-974.
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