Para luchar contra la pandemia de COVID-19 «se han cancelado los encuentros multitudinarios. Pero Moria es una multitud las 24 horas del día». Peter Casaer, portavoz de Médicos Sin Fronteras (MSF), habla con calma a pesar de lo tenso de la situación en este campo de refugiados de la isla griega de Lesbos, diseñado en su día para 3.000 personas y en el que ahora se hacinan más de 20.000. La ONG ha hecho saltar la voz de alarma: si el coronavirus llega a semejante aglomeración humana, sería «una catástrofe».
De momento, la entidad ha redistribuido sus barracones para permitir mayor distancia entre las personas e incluir en la primera acogida la detección de síntomas de la nueva enfermedad. También están en continuas conversaciones con las autoridades sanitarias locales. De momento, el protocolo oficial determina que los casos sospechosos se aíslen en el hospital de Mitilene, la capital, mientras las pruebas se procesan en Atenas. Pero ese hospital, preparado para apenas 86.000 habitantes, sería incapaz de responder si hubiera que hacer 100 o 200 pruebas al día y aislar a los enfermos, ya sean solicitantes de asilo o locales.
Si la pandemia llega a Moria, «lo único que se ha anunciado es que intentarán cerrarlo del todo», como ya se ha hecho de forma preventiva en las islas de Leros y Kos. «A día de hoy no hay un plan de emergencia» para prevenir y detectar los contagios y aislar y tratar a los enfermos, incluidos los más graves. Más allá de las dos consultas médicas oficiales y de los tres médicos de MSF, a Casaer no le consta que ahora mismo haya más personal sanitario. En estas condiciones, «confinar el campo ante un brote sin tener una respuesta médica sería un desastre humanitario».
«La gente tiene miedo», comparte el portavoz de MSF. De momento, en el campo se ha restringido la labor de las ONG no esenciales y solo puede salir del mismo una persona por familia para hacer compras indispensables. «Se habló de poner vallas», pero se rechazó la idea.
Una «bomba de relojería»
A estas escasas medidas se suma una campaña de concienciación que roza lo surrealista. «Por los altavoces, que no se oyen desde todos los sitios, se pide que te quedes dentro (por no decir “en casa”), que no te muevas mucho, que te laves las manos con frecuencia...», relata Casaer. Miembros de MSF recorren el campo explicando, cara a cara y en distintos idiomas, el mismo mensaje. Y se tragan la frustración de no poder dar respuesta a las preguntas airadas de la gente: «“¿Cómo me voy a lavar las manos si no hay jabón y tengo que caminar 15 minutos y hacer cola durante horas rodeado de más gente?”. En algunas partes del campo no hay duchas ni agua; en otras, un solo grifo para 1.300 personas», un inodoro para 167 o una ducha para 242... «Hay familias viviendo en dos metros cuadrados bajo plásticos, ¿cómo se van a aislar si tienen síntomas? ¡Es imposible!».
Para la entidad humanitaria, la única solución realista es evacuar el campo, «empezando por los más vulnerables». No es una reivindicación nueva. «Llevamos años pidiendo que se vacíe. Esto es una bomba de relojería, cualquier epidemia se puede expandir como el fuego», sin importar sus esfuerzos por realizar campañas de vacunación. No se trata solo del riesgo de una epidemia o de que se produzcan accidentes como el incendio (el tercero en seis meses en campos de las islas) que la semana pasada acabó con la vida de una niña de 6 años. El mismo día a día es insostenible. «Hay adultos y niños con enfermedades crónicas que necesitan tratamientos que aquí no hay. Por la noche hace frío, y la gente está debilitada. Hay mucha sarna» por la falta de salubridad.
Estas condiciones también agravan los problemas de salud mental y estrés postraumático que muchos de los habitantes arrastran a causa de la guerra, la pérdida de seres queridos o una huida que se prolonga años. Incluidos niños «que se autolesionan o tienen pensamientos suicidas». De hecho, MSF dedica a la atención psicológica gran parte de su labor, tanto en Moria como en su clínica de Mitilene. La situación se repite en los campos de Samos y Quíos (donde también está MSF), Leros y Kos. En total, suman en la actualidad 42.000 habitantes.
«La UE creó este caos»
Casaer es contundente: incluso vaciándolos todos, la solución no está en «llevar a la gente a otro lugar en las mismas condiciones». El problema de fondo se retrotrae al acuerdo entre la UE y Turquía de 2016, que contemplaba que las personas llegadas de ese país solicitaran asilo desde las islas griegas, para poder devolverlas a Turquía si eran rechazadas. Al principio funcionó, y hubo gente que continuó su viaje hacia la Europa continental después de una temporada en esos campos. Por aquel entonces, «la población era muy abierta. Realmente luchó por los refugiados».
Pero pronto aparecieron dos obstáculos: la falta de capacidad y recursos de los puestos de tramitación de solicitudes, y la «ausencia de voluntad política. El acuerdo se basaba en un mecanismo de solidaridad entre los estados europeos» para repartirse a los solicitantes de asilo; un mecanismo que lleva tiempo bloqueado. «Los campos crecían continuamente sin una solución a la vista». Entre la población antes acogedora «surgió el miedo», y algunos grupos de extrema derecha lo aprovecharon para hacer calar su mensaje de xenofobia.
Así se llegó a las últimas semanas, en las que los acontecimientos se han precipitado: la apertura temporal de las fronteras por parte de Turquía; la decisión del Gobierno griego de paralizar el proceso de asilo (y por lo tanto considerar a quienes llegan a las islas inmigrantes ilegales y enviarlos a centros de detención); los ataques por parte de la población hacia migrantes, periodistas y miembros de las ONG; la marcha de algunas de estas entidades... Y, ahora, el COVID-19 «sin que haya un plan de respuesta médica». Mientras tanto, desde la Unión Europea, «la única respuesta que escuchamos es el silencio. Ellos crearon este caos y alguien tiene que tener el valor de reconocer que fue un error. Pero cierran los ojos».
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