En estos difíciles tiempos, en los que, prácticamente en el mundo entero, se recomienda vehementemente que permanezcamos en casa, a algunos les resulta tentador comparar la clausura monástica con la clausura provocada por el coronavirus.
Clausura no es cárcel. Los que viven en clausura tienen la llave de su casa y pueden abrir la puerta y salir cuando quieran. Otra cosa es que haya peligros no deseados al salir. Pero la clausura no es algo impuesto ni forzoso. Los que están en una cárcel desean salir, y no pueden. Los que están en clausura no salen porque no quieren. Es una diferencia muy seria.
Ahora bien, entre la clausura monástica y la que en estos días estamos invitados a guardar los ciudadanos hay una diferencia fundamental. El motivo de estar clausurados en casa es temporal; esta clausura sólo durará un tiempo más o menos largo; cuando el motivo sanitario desaparezca, ya no habrá clausura casera. La clausura monástica es por motivos religiosos y no depende de ninguna otra circunstancia.
Establecidas las diferencias, los cristianos podemos sacar una gran lección de la clausura. Porque, cristianamente hablando, la clausura no es algo propio de monjas y monjes. No es algo negativo, sino muy positivo. Corresponde al principio paulino de no conformarse a la mentalidad de este mundo (Rm 12,2). Clausura es cerrar la puerta a todo aquello que pueda separarnos de Dios. Y, por extensión, a todo aquello que pueda dañarnos, como es el caso del virus. En este sentido, la clausura es algo propio de todo cristiano, e incluso de todo ser humano digno de este nombre: sería un símbolo de las rejas que hay que colocar ante el mal, para evitar encontrarnos con él.
Los cristianos, en la actual situación que nos obliga a permanecer recluidos en casa, podríamos recordar estas palabras de Jesús: “cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”. En la vida de todo creyente hay un espacio reservado y separado, que está en función del encuentro con Dios y con Cristo. La clausura anuncia una posibilidad ofrecida a cada persona y a toda la humanidad de vivir únicamente para Dios, en Jesucristo.
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