Costa de Marfil, uno de los países más prósperos de África occidental, se enfrenta a un año decisivo. Las presidenciales de octubre deberían ayudar a resolver los numerosos desafíos a los que se enfrenta la población.
Un intenso olor a hamburguesas y patatas fritas proveniente del Burger King da la bienvenida a los viajeros que traspasan la puerta de llegadas del Aeropuerto Internacional Félix Houphouët-Boigny de Abiyán. Es una de las muchas franquicias que han llegado a Costa de Marfil, especialmente a la principal ciudad, en los últimos años. Los establecimientos de comida rápida proliferan, sobre todo en centros comerciales, donde se codean con tiendas de ropa tan conocidas como Zara, de deportes como Decathlon, de ordenadores y teléfonos como Apple, o supermercados como Dia o Carrefour… entre otras muchas franquicias familiares para cualquier consumidor español. A ello hay que sumar los bares, clubs o restaurantes que ofrecen manjares de todo el mundo. Además, ya no hace falta moverse de casa para tener acceso a toda esta oferta: Glovo también ha desembarcado en el país. Todo parece indicar que esta nación de África occidental vive un momento dorado.
Con el final de la década pasada, que se estrenó en 2011 con una grave crisis políticomilitar, la tasa de crecimiento del país se ha elevado hasta llegar casi al 8 % anual. De hecho, Costa de Marfil ha sido una de las economías que más rápidamente han crecido en todo el mundo en 2019, según el Fondo Monetario Internacional (FMI). Otras instituciones han etiquetado al país como uno de los más propicios para hacer negocios, entre otras muchas loas. Posiblemente, estas buenas noticias hayan influido en el surgimiento de una clase media potente, el desembarco de multinacionales y de inversores internacionales, así como el regreso de instituciones regionales y mundiales con sus cohortes de funcionarios.
Tampoco hay que pasar por alto lo que parece ser una fiebre por la construcción y las nuevas infraestructuras, que surgen por todas partes: pasos elevados, un nuevo puente, puerto recreativo, embellecimiento de las playas y paseos marítimos…, ejecutadas muchas por empresas internacionales. Quizás sea la suma de todo esto lo que otorga a Abiyán ese glamur cosmopolita, mundano y algo canalla que se enreda con sus eternos atascos de tráfico.
Fuera de la ciudad
El espejismo se rompe cuando se abandonan las calles principales y se penetra en barrios como Abobo o Yopougon, o se termina la Nacional 1 con sus carriles dobles al llegar a la capital política del país, Yamusukro (presidida por la basílica católica más grande del mundo), y el vehículo empieza a zigzaguear y botar en un intento de esquivar los infinitos baches que decoran las, ahora estrechas, carreteras que van hacia el norte. La visión del país cambia radicalmente y el paraíso ficticio da paso a una realidad muy distinta en la que la mayoría de la población se ve obligada a ejecutar enrevesados malabarismos para llegar a fin de mes. Esto indicaría que tanto –y tan rápido– crecimiento económico no ha servido para crear la riqueza necesaria que mitigue las desigualdades que envuelven al país. La tasa de pobreza, aunque ha descendido ligeramente en los últimos años, se sitúa en el 46,3 %. Y en 2018, Costa de Marfil ocupaba el puesto 179, de 189 países, en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas.
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