El hombre es sólo hombre cuando se enfrenta a su insignificancia frente al Cielo.
El amigo Voltaire suplicaba a sus invitados que no se manifestaran incrédulos ante la servidumbre. Que los criados no les oyeran hacer profesiones de ateísmo. Cuando le preguntaban por qué, respondía: porque un pueblo de ateos es imposible de gobernar.
Muy atinado el comecuras.
Lo que viene a continuación es de otra mente capaz. Lo advierto antes porque, lo sé, es demasiado bueno, ergo no es mío, sino de Chesterton: “dos campesinos de la Edad Media podían estar enfrentados por la posesión de unas tierras pero iban a la misma iglesia, servían en la misma milicia y compartían una moralidad idéntica”. Compartían una misma cosmovisión.
Y de aquella premisa esta conclusión: “El hombre es sólo hombre cuando se enfrenta a su insignificancia frente al Cielo”.
El Cristianismo no rinde culto a un perdedor, sino a un ganador que vence anonadándose
Bernanós lo decía de otra forma: el hombre siempre vive arrodillado, ante Dios o ante sus propias miserias.
Sin embargo, si hay una constante de lo políticamente correcto esta es la de que el Cristianismo es una religión de siervos, que rinde culto a un perdedor, que fue crucificado por una alianza políticamente correcta: un traidor, el poder político, romano y herodiano, y el poder judicial, representado por Poncio Pilato, amén de la jerarquía religiosa y filosófica imperante, fariseos y saduceos al alimón.
Pero confieso que, como en tantas otras cosas, se adelantó a su tiempo. El momento ha llegado ahora, nuevamente, en el primer cuarto del siglo XXI. Al final, el más poderoso no vence imponiéndose sino anonadándose.
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