miércoles, 2 de octubre de 2019

Nigeria, tras las presidenciales de 2019

La situación de Nigeria no ha cambiado de forma significativa en los últimos meses. De hecho, el país se parece bastante al retrato que presentaba antes de las elecciones del pasado mes de febrero que permitieron la reelección de Muhamadu Buhari. No hay cambios, pero este inmovilismo no llama la atención de nadie. El país sigue rezagado en cuanto al desarrollo de sus infraestructuras. No hay buenas carreteras. No hay estabilidad. El país vive en medio de una lacerante decadencia moral. Las estructuras educativas son insuficientes [los alumnos pasan apenas cinco años en las aulas, si son chicas; y 7,6 años si son chicos, según el Índice de Desarrollo Humano 2018]. Y el ruinoso estado del sistema de salud [el país cuenta con 5 camas de hospital por cada 10.000 habitantes, y tan solo 0,4 médicos por cada 1.000 ciudadanos, según Africa South of the Sahara 2019] pone en peligro la vida de los nigerianos.

Pero no solo eso. El país también padece otras enfermedades: tribalismo, nepotismo, conflictos entre las diferentes comunidades religiosas, interminables luchas de poder, corrupción, malversación de fondos… La impresión es que buena parte de la clase política nigeriana se considera «esclava» de esa realidad, lo que convierte a la ciudadanía en una víctima del sistema.
Inseguridad y pobreza

A pesar de prometer que sería capaz de reescribir la historia de Nigeria, el presidente Buhari no ha conseguido erradicar la inseguridad ni la extrema pobreza que azotan al país. Esta falta de liderazgo ha suscitado una gran inquietud entre los nigerianos, muchos de los cuales solo han encontrado respuesta en la emigración [según el African Statistical Yearbook 2017, los migrantes nigerianos llegaban a 1.093.644 ese año]. Escapan de la situación para buscar mejores expectativas de vida fuera de las fronteras de su país.

Me inclino a pensar que la inseguridad es el resultado de la falta de voluntad política del Gobierno para abordarla con sinceridad y transparencia. A pesar de que han trascendido varias iniciativas gubernamentales, dotadas con importantes recursos económicos, la sensación es que no se logra contener la violencia. Esta herida también tiene graves consecuencias económicas. Numerosos inversores extranjeros ya se han retirado del país, y otros poco a poco están tomando distancia a la espera de ver cómo evoluciona la situación. El mal funcionamiento del mercado bursátil nigeriano no es ajeno a la inseguridad: el miedo es un mal consejero para aquellos dispuestos a hacer negocios [En 2017 la Bolsa de Valores de Nigeria fue la segunda más importante del continente, con un volumen de capitalización de 37.000 millones de dólares].

Mientras que la sociedad civil nigeriana quiere confiar en los cambios prometidos por el Gobierno para esta legislatura, el partido de Buhari, el Congreso de Todos los Progresistas (APC, por sus siglas en inglés), parece mucho más preocupado en garantizar los intereses personales de sus miembros, y que estos puedan velar por sus negocios personales, indiferentes ante la complicada situación del pueblo. Por eso, aunque los dirigentes corruptos sigan teniendo sus pies en Nigeria, su cabeza está en el extranjero, donde acumulan riquezas y propiedades, mientras millones de conciudadanos quedan atrapados en la más abyecta pobreza.

A pesar de que la ciudadanía se ha despertado con vigor en diversos países africanos, demostrando a sus gobernantes que ha llegado la hora de cambiar la forma de hacer política, en Nigeria la codicia de la clase dirigente, aunque indigna a la gente, todavía no ha suscitado movimientos sociales significativos de oposición. [Algunos países sí están tomando decisiones que afectan a los mandatarios nigerianos. El pasado 24 de julio se conoció que el Gobierno de Estados Unidos había impuesto restricciones al visado de algunos políticos del país –no ha trascendido ni su nombre ni su formación política– «que se cree que son responsables o cómplices de socavar la democracia en Nigeria», tal y como señaló el portavoz del Departamento de Estado, Morgan Ortagus. «Estas personas –añadió– han operado con impunidad a expensas del pueblo nigeriano y han socavado los principios democráticos y los derechos humanos»]. Muchos nigerianos estamos cansados de las injusticias que se suceden en nuestra tierra, pero no llegamos a ponernos de acuerdo en cuál de ellas debería abordarse primero.

Lo que sí es cierto es que una buena parte de la sociedad ha perdido el interés por lo que acontece en el país y se ha desentendido de la actividad política. Eso se ha traducido, en las últimas elecciones, con la más baja participación en la historia de la democracia nigeriana. La percepción es que no importa la fiabilidad del sistema electoral, sino que el propio electorado ha llegado a asumir que su voto no cuenta, en medio de un sistema que tan solo se preocupa de reciclar a los mismos líderes políticos de siempre. De hecho, una de las cuestiones que más llamaron la atención de los pasados comicios fue la diferencia de edad entre los dos principales candidatos –Muhammadu Buhari, del APC, de 76 años; y Atiku Abubakar, del Partido Democrático Popular, de 72– y la mayoría de la población nigeriana, que tiene una media de 18 años. Además, más de la mitad de los electores estaban en una horquilla entre los 18 y los 35 años.

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