sábado, 6 de julio de 2019

Domingo XIV (Ciclo C) del tiempo ordinario

Evangelio (Lc 10,1-12.17-20): En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir Él. Y les decía: «La mies es abundante y los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. 

»Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: ‘Está cerca de vosotros el Reino de Dios’. Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: ‘Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el Reino de Dios’. Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo». 

Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les contestó: «Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».
PALABRA DE DIOS

COMPARTIMOS:
Hoy, nos fijamos en algunos que, entre la multitud, han procurado acercarse a Jesucristo, que está hablando mientras contempla los campos rebosantes de espigas: «La mies es mucha, pero los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). De repente, fija su mirada en ellos y va señalando a unos cuantos, uno a uno: tú, y tú, y tú. Hasta setenta y dos...

Asombrados, le oyen decir que vayan, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde Él irá. Quizá alguno habrá respondido: —Pero, Señor, ¡si yo sólo he venido para oírte, porque es tan bello lo que dices!

El Señor les pone en guardia contra los peligros que les acecharán. «¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos». Y utilizando imágenes de costumbre en las parábolas, añade: «No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,3-4). Interpretando el lenguaje expresivo de Jesús: —Dejad de lado medios humanos. Yo os envío y esto basta. Aun sintiéndoos lejos, seguís cerca, yo os acompaño.

A diferencia de los Doce, llamados por el Señor para que permanezcan junto a Él, los setenta y dos regresarán luego a sus familias y a su trabajo. Y vivirán allí lo que habían descubierto junto a Jesús: dar testimonio, cada uno en su sitio, simplemente ayudando a quienes nos rodean a que se acerquen a Jesucristo.

La aventura acaba bien: «Los setenta y dos volvieron muy contentos» (Lc 10,17). Sentados en torno a Jesucristo, le debieron contar las experiencias de aquel par de días en que descubrieron la belleza de ser testigos. 

Al considerar hoy aquel lejano episodio, vemos que no es puro recuerdo histórico. Nos damos por aludidos: podemos sentirnos junto al Cristo presente en la Iglesia y adorarle en la Eucaristía. Y el Papa Francisco nos anima a «llevar a Jesucristo al hombre, y conducirlo al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre».

Hoy, la Iglesia contempla como, además de los Doce, había numerosos discípulos que seguían al Señor y habían sido llamados por Él. De entre todos aquellos discípulos, Jesucristo elige setenta y dos para una misión concreta. Les exige —lo mismo que a los Apóstoles— total desprendimiento y abandono completo en la Providencia divina. 

El Concilio Vaticano II, en el Decreto Apostolicam actuositatem, nos recuerda que desde el Bautismo cada cristiano es llamado por Cristo a cumplir una misión. La Iglesia, en nombre del Señor, «ruega encarecidamente a todos los laicos que respondan gustosamente, con generosidad y prontitud de ánimo, a la voz de Cristo que en esta hora los invita con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esa llamada va dirigida a ellos de modo particular; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. Es el propio Señor el que invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, sintiendo como propias sus cosas, se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares a donde Él ha de ir, para que, con las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia que deberán adaptar constantemente a las nuevas necesidades de los tiempos, se le ofrezcan como cooperadores, abundando sinceramente en la obra del Señor y sabiendo que su trabajo no es inútil delante de Él» (n.33).

Cristo quiere inculcar a sus discípulos la audacia apostólica; por eso dice «os envío». Y san Juan Crisóstomo comenta: «Esto basta para daros ánimo, esto basta para que tengáis confianza y no temáis a los que os atacan». La audacia de los Apóstoles y de los discípulos venía de esta segura confianza de haber sido enviados por el mismo Dios. Actuaban, como explicó con firmeza el mismo Pedro al Sanedrín, en nombre de Jesucristo Nazareno, «pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que hayamos de ser salvados» (Hch 4,12).

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