Ya en el siglo 111 tenemos testimonios claros de la celebración de la Pascua durante cincuenta días. Tertuliano expresa la alegría de los cristianos por ese «gozoso espacio», que recuerda a la vez la manifestación de la Resurrección del Señor, la revelación de la gracia del Espíritu Santo y la esperanza de la Parusía. El tiempo pascual es como un «gran domingo», según la expresión de San Atanasia en sus cartas pascuales.
La celebración es común en Oriente y en Occidente a partir del siglo III y empieza a resaltar algunos elementos rituales característicos: no se ayuna, se ora en pie, se canta el aleluya que es el cántico nuevo de la pascua cristiana. Egeria confirma puntualmente estas costumbres que son comunes en la iglesia madre de Jerusalén.
Tiene personalidad propia en este tiempo la primera semana de Pascua con el tono gozoso de sus formularios bautismales, sobre todo en la liturgia romana. En Jerusalén, según el testimonio conjunto del Diario de Egeria y de las catequesis mistagógicas de San Cirilo, los neófitos reciben las catequesis, en las que se les explican los ritos vividos por ellos en la vigilia pascual cuando recibieron los sagrados misterios del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía; asisten sólo los neófitos y los fieles; son excluidos los catecúmenos; el obispo habla desde el cancel del santo sepulcro y se renuevan las expresiones de entusiasmo espontáneo entre los asistentes: «Mientras el obispo expone y narra cada cosa, son tales los gritos de los que aclaman, que sus voces se oyen aun fuera de la iglesia».
Los Padres del siglo IV ya celebran el misterio del día cuadragésimo de este tiempo que corresponde a la Ascensión del Señor. León Magno canta el misterio con profundas homilías teológicas. Más tarde corre el riesgo de convertirse en el punto final del tiempo pascual sin respetar su lógica continuación hasta Pentecostés.
El día de Pentecostés se celebra como la «metrópolis» o capital de la fiestas, según la expresión de San Juan Crisóstomo, plenitud de la Pascua en la efusión del Espíritu. Más tarde, tiende a convertirse en una fiesta autónoma del Espíritu Santo, con su propia vigilia y su prolongación en una octava que tiene, entre otras motivaciones, la de alargar durante siete días la fiesta en honor de los siete dones del Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés se enriquecerá durante la Edad Media con notables aportaciones eucológicas que todavía hoy existen en nuestra liturgia. Y no faltará la tentación dramatizante del hecho de la venida del Espíritu Santo; desde lo alto de las bóvedas de las catedrales y monasterios medievales durante el canto del Gloria o de la Secuencia se harán caer pétalos de rosas rojas o algodones encendidos, o se soltarán palomas en un revuelo festivo que quiere imitar lo que sucedió en el Cenáculo, en la variedad de
símbolos del Espíritu.
Estas breves notas históricas pueden bastar para informar acerca de los elementos necesarios y para estimular el estudio sobre los mil detalles curiosos de la evolución de las celebraciones del triduo pascual y del tiempo de Pentecostés.
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