El pasado mes de octubre, el mundo aplaudía la elección de la primera presidenta de Etiopía y ríos de tinta se encargaban de recordar que se trataba de la única jefa de Estado en ejercicio en toda África. Sin quitar ni un solo mérito a la hábil diplomática Sahle-Work Zewde, ni a la importancia de este hito en el progreso de la representación de la mujer en el primer nivel de la esfera pública, vale la pena detenerse en el verdadero artífice de la revolución democrática que está viviendo este importante país africano, el primer ministro Abiy Ahmed.
En apenas ocho meses ha sido como una bocanada de aire fresco. No solo ha movido las fichas para que Zewde ocupe la Presidencia, sino que nombró un Gobierno paritario y promovió como presidenta del Supremo a la abogada feminista Meaza Ashenafi. Unos días después de su llegada al poder tras un complejo proceso de elección interna en el seno de su partido, el 2 de abril, Ahmed liberó a miles de presos políticos en la que fue su primera gran decisión. Posteriormente, dio por terminado el estado de emergencia que, de hecho, servía como excusa al Gobierno anterior para cometer violaciones de derechos humanos, firmó la paz con Eritrea tras dos décadas de guerra y desencuentros, y lanzó reformas en el sistema federal con base étnica y en un esclerotizado Ejército.
También en el terreno económico se anuncian curvas. La economía etíope, el país más poblado del continente tras Nigeria, sigue cerrada al mundo, con unas barreras aduaneras imposibles y grandes empresas públicas que lastran la actividad del Estado. Abiy Ahmed ya ha iniciado el proceso de privatización de estas compañías, entre ellas el gigante Ethiopian Airlines, un tótem empresarial bien posicionado en el sector de la aviación africana. Asimismo, ha iniciado un proceso de liberalización que ha generado enormes expectativas dentro y fuera del país.
La vida y el origen de Ahmed son tan fascinantes como sus actos. Su padre es musulmán de la castigada etnia oromo y su madre era cristiana ortodoxa de Amhara. Muy joven se unió a las filas del grupo revolucionario que forzó la caída de Mengistu y, tras la llegada del multipartidismo, entró en el Ejército, siempre vinculado a tareas de comunicación e inteligencia. Al mismo tiempo hizo carrera política en el Partido Democrático Oromo, uno de los que integran el Frente Revolucionario Democrático del Pueblo Etíope, la coalición gobernante, siendo diputado desde 2010.
Ahmed se ha propuesto llevar a Etiopía por el camino de la reconciliación, la unidad, la paz, la construcción de un nuevo Estado desde la ciudadanía y no por la pertenencia a una u otra etnia, una economía que genere oportunidades para todos y la igualdad entre hombres y mujeres como una de sus banderas. El empeño se presenta arriesgado, porque a muchos les beneficia el actual estado de cosas. El 23 de junio le lanzaron una granada que cayó a 17 metros de donde se encontraba. Recientes investigaciones apuntan a los servicios de seguridad del Estado, claramente involucionistas. En un continente aún poblado por viejos dinosaurios que se eternizan en el poder, Ahmed no puede ser sino una buenísima noticia. Veremos si no se tuerce la cosa.
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