Me parece importante aclarar la relación que hay entre muerte y pecado, porque todavía hay creyentes que consideran que la muerte es consecuencia directa del pecado. Si el ser humano no hubiera pecado, piensan esos creyentes, no habría muerte. Esa manera de relacionar muerte y pecado no es del todo correcta, sobre todo si por muerte se entiende la muerte biológica.
Una primera aclaración: en la Escritura, la muerte y la vida no son, ni única ni principalmente, realidades biológicas, sino espirituales. Muerte tiene que ver con ausencia de Dios, y vida con presencia de Dios. Recuerden la parábola del hijo pródigo. El padre (imagen de Dios) exclama cuando el hijo regresa a la casa paterna: hagamos fiesta, “porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida”. Lejos del Padre hay muerte. La muerte aquí se identifica con el pecado. De ahí que pueda uno estar muy vivo biológicamente y muy muerto espiritualmente, porque ha perdido el Espíritu Santo, dador de vida. San Pablo, en Rom 7,9-10 dice que murió en cuanto revivió el pecado. Por tanto, lo grave y temible no es la muerte física, sino la muerte que produce el pecado alejándonos de Dios.
¿Cómo hay que entender entonces este dato de la tradición que relaciona la muerte biológica con el pecado? El pecado más que con la muerte, tiene que ver con el modo de morir, con la manera de afrontar la muerte. El pecador y el que vive alejado de Dios, ignora el sentido positivo que puede tener la muerte: “si hemos muerto con Cristo, también viviremos con él” (Rom 6,8). De ahí que, al pecador, la muerte le resulta algo no deseado, un ataque, y así la vive como algo angustioso y oscuro.
En la medida en que nos acercamos a Dios y nos asemejamos a Cristo, desparece la angustia y el miedo que provoca el tener que morir (Heb 2,15). De ese miedo vino a librarnos Cristo, pues a la luz de la fe, la muerte puede experimentarse como realización normal, no traumática, de nuestra hambre de trascendencia, como paso normal hacia la plena divinización. Por eso, si el ser humano no hubiera pecado, hubiera asumido plenamente la muerte, al no experimentar ninguna ambigüedad. También hoy, en la medida en que vivimos unidos a Dios, resulta posible vivir sin miedo a la muerte; vivir en la esperanza de que la resurrección de Cristo es primicia de nuestra propia resurrección.
Fray Marín Gelabert Ballester. O.P
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