La Virgen María ha recibido distintos títulos y advocaciones. Son la mejor prueba de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. Una advocación es una llamada a la Virgen para que nos proteja y ampare en una determinada situación. Fundamentalmente hay dos modos de calificar o adjetivar a María, uno por medio de un lugar o espacio geográfico; y otro, refiriéndose a una necesidad concreta. Así, María es calificada de Virgen de Guadalupe, de Montserrat, de Lluch, de Covadonga o de África. Es un modo de decir que ella es la protectora de quienes viven en esos lugares, y también que quién se acerca a esos lugares busca el amparo de María. Por otra parte, es calificada de Virgen de la paz, de los dolores, o de los desamparados. Es un modo de decir que ella protege a los que trabajan por la paz, o a los que se encuentran en una situación de desvalimiento.
El Rosario no es un lugar geográfico (ya sé que hay alguna ciudad que se llama así), ni tampoco hace alusión a ninguna necesidad especial. ¿Cuál podría ser el sentido de esta advocación: Virgen del Rosario? Esta advocación nos recordaría que, invocando a María, sea cual sea el título que le demos, estamos acogiéndonos a una mediación que nos lleva a Cristo. María no es un fin en sí mismo. El único fin de todo cristiano es Cristo, el Señor. Todo lo que nos conduce a él, es bueno y santo. Y lo que nos aparta de él, es malo y diabólico. María siempre nos conduce a Cristo. Ella está permanentemente diciéndonos, como a los servidores de la boda de Cana: “haced lo que él os diga”.
El Rosario se refiere directamente a distintos misterios de la vida de Cristo. Por eso, la Virgen del Rosario nos lleva directamente a tales misterios, sea cual sea el lugar en el que estemos o la situación por la que estamos pasando. La Virgen del Rosario podría ser una apelación transversal, presente en todas las demás invocaciones marianas. Y un recordatorio del sentido que tienen todas ellas. Como muy bien recordó el Concilio Vaticano II, el culto devocional a María “favorece eficazmente el culto de adoración tributado al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo” (Lumen Gentium, 66). Eso es exactamente lo que hace el Rosario: comienza por recordarnos el misterio del Verbo encarnado y termina orientando nuestra mirada a Cristo resucitado y exaltado por el Padre, en virtud del Espíritu Santo. Finalmente, el Rosario presenta a María “asunta al cielo”, como icono de todo lo que el cristiano espera, que no es otra cosa que unirse al misterio pascual de Cristo.
Martín Gelabert Ballester, OP
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