¡Buenas tardes!
Agradezco las palabras que Mons. José Antonio Eguren Anselmi, Arzobispo de Piura, me ha dirigido en nombre de todos los presentes.
Encontrarme con ustedes, conocerlos, escucharlos y manifestar el amor por el Señor y por la misión que nos regaló es importante. ¡Sé que han realizado un esfuerzo para estar acá, gracias!
Nos recibe este Colegio Seminario, uno de los primeros fundados en América Latina para la formación de tantas generaciones de evangelizadores. Estar aquí y con ustedes es sentir que estamos en una de esas «cunas» que gestaron a tantos misioneros. Y no olvido que esta tierra vio morir, misionando, a santo Toribio de Mogrovejo, patrono del episcopado latinoamericano. Todo nos lleva a mirar hacia nuestras raíces, a lo que nos sostiene a lo largo del tiempo y de la historia para crecer hacia arriba y dar fruto. Nuestras vocaciones tendrán siempre esa doble dimensión: raíces en la tierra y corazón en el cielo. Cuando falta alguna de estas dos, algo comienza a andar mal y nuestra vida poco a poco se marchita (cf. Lc 13,6-9).
Me gusta subrayar que nuestra fe, nuestra vocación es memoriosa, esa dimensión deuteronómica de la vida. Memoriosa porque sabe reconocer que ni la vida, ni la fe, ni la Iglesia comienzan con el nacimiento de ninguno de nosotros: la memoria mira al pasado para encontrar la savia que ha irrigado durante siglos el corazón de los discípulos, y así reconoce el paso de Dios por la vida de su pueblo. Memoria de la promesa que hizo a nuestros padres y que, cuando sigue viva en medio nuestro, es causa de nuestra alegría y nos hace cantar: «el Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3).
Me gustaría compartir con ustedes algunas virtudes de este ser memoriosos.
1. La alegre conciencia de sí
El Evangelio que hemos escuchado lo leemos habitualmente en clave vocacional y así nos detenemos en el encuentro de los discípulos con Jesús. Me gustaría, antes, mirar a Juan el Bautista. Él estaba con dos de sus discípulos y al ver pasar a Jesús les dice: «Ese es el Cordero de Dios» (Jn 1,36); al oír esto dejaron a Juan y siguieron a Jesús (cf. v. 37). Es algo sorprendente, habían estado con Juan, sabían que era un hombre bueno, más aún, el mayor de los nacidos de mujer, como Jesús lo define (cf. Mt 11,11), pero él no era el que tenía que venir. También Juan esperaba a otro más grande que él. Juan tenía claro que él no era el Mesías sino simplemente quien lo anunciaba. Juan era el hombre memorioso de la promesa y de su propia historia.
Juan manifiesta la conciencia del discípulo que sabe que no es ni será nunca el Mesías, sino sólo un invitado a señalar el paso del Señor por la vida de su gente. Nosotros, consagrados, no estamos llamados a suplantar al Señor, ni con nuestras obras, ni con nuestras misiones, ni con el sinfín de actividades que tenemos para hacer. Simplemente se nos pide trabajar con el Señor, codo a codo, pero sin olvidarnos nunca de que no ocupamos su lugar. Esto no nos hace «aflojar» en la tarea evangelizadora, por el contrario, nos empuja y nos exige trabajar recordando que somos discípulos del único Maestro. El discípulo sabe que secunda y siempre secundará al Maestro. Esa es la fuente de nuestra alegría.
¡Nos hace bien saber que no somos el Mesías! Nos libra de creernos demasiado importantes, demasiado ocupados —es típica en algunas regiones escuchar: «No, a esa parroquia no vayas porque el padre siempre está muy ocupado»—. Juan el Bautista sabía que su misión era señalar el camino, iniciar procesos, abrir espacios, anunciar que Otro era el portador del Espíritu de Dios. Ser memoriosos nos libra de la tentación de los mesianismos.
Esta tentación se combate de muchos modos, pero también con la risa. Sí, aprender a reírse de uno mismo nos da la capacidad espiritual de estar delante del Señor con los propios límites, errores y pecados, pero también aciertos, y con la alegría de saber que Él está a nuestro lado. Un lindo test espiritual es preguntarnos por la capacidad que tenemos de reírnos de nosotros mismos. La risa nos salva del neopelagianismo «autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros».[1] ¡Hermanos, rían en comunidad, y no de la comunidad o de los otros! Cuidémonos de esa gente tan pero tan importante que, en la vida, se ha olvidado de sonreír.
2. La hora del llamado
Juan el Evangelista recoge en su Evangelio incluso hasta la hora de aquel momento que cambió su vida: «Eran las cuatro de la tarde» (v. 39). El encuentro con Jesús cambia la vida, establece un antes y un después. Hace bien recordar siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en el que nos dimos cuenta de que el Señor esperaba algo más. La memoria de esa hora en la que fuimos tocados por su mirada.
Las veces que nos olvidamos de esta hora, nos olvidamos de nuestros orígenes, de nuestras raíces; y al perder estas coordenadas fundamentales dejamos de lado lo más valioso que un consagrado puede tener: la mirada del Señor. Quizá no estás contento con ese lugar donde te encontró el Señor, quizá no se adecua a una situación ideal o que te «hubiese gustado más». Pero fue ahí donde te encontró y te curó las heridas. Cada uno de nosotros conoce el dónde y el cuándo: quizás un tiempo de situaciones complejas, sí; con situaciones dolorosas, sí; pero ahí te encontró el Dios de la Vida para hacerte testigo de su Vida, para hacerte parte de su misión y ser, con Él, caricia de Dios para tantos. Nos hace bien recordar que nuestras vocaciones son una llamada de amor para amar, para servir. ¡Si el Señor se enamoró de ustedes y los eligió, no fue por ser más numerosos que los demás, pues son el pueblo más pequeño, sino por puro amor! (cf. Dt 7,7-8). Amor de entrañas, amor de misericordia que mueve nuestras entrañas para ir a servir a otros al estilo de Jesucristo.
Quisiera detenerme en un aspecto que considero importante. Muchos, a la hora de ingresar al seminario o a la casa de formación, fuimos formados con la fe de nuestras familias y vecinos. Así fue como dimos nuestros primeros pasos, apoyados no pocas veces en las manifestaciones de piedad popular, que en Perú han adquirido las más exquisitas formas y arraigo en el pueblo fiel y sencillo. Vuestro pueblo ha demostrado un enorme cariño a Jesucristo, a la Virgen y a sus santos y beatos en tantas devociones que no me animo a nombrarlas por miedo a dejar alguna de lado. En esos santuarios, «muchos peregrinos toman decisiones que marcan sus vidas. Esas paredes contienen muchas historias de conversión, de perdón y de dones recibidos, que millones podrían contar».[2] Inclusive muchas de vuestras vocaciones pueden estar grabadas en esas paredes. Los exhorto a no olvidar, y mucho menos despreciar, la fe fiel y sencilla de vuestro pueblo. Sepan acoger, acompañar y estimular el encuentro con el Señor. No se vuelvan profesionales de lo sagrado olvidándose de su pueblo, de donde los sacó el Señor. No pierdan la memoria y el respeto por quien les enseñó a rezar.
Recordar la hora del llamado, hacer memoria alegre del paso de Jesucristo por nuestra vida, nos ayudará a decir esa hermosa oración de san Francisco Solano, gran predicador y amigo de los pobres, «Mi buen Jesús, mi Redentor y mi amigo. ¿Qué tengo yo que tú no me hayas dado? ¿Qué sé yo que tú no me hayas enseñado?».
De esta forma, el religioso, sacerdote, consagrada, consagrado es una persona memoriosa, alegre y agradecida: trinomio para configurar y tener como «armas» frente a todo «disfraz» vocacional. La conciencia agradecida agranda el corazón y nos estimula al servicio. Sin agradecimiento podemos ser buenos ejecutores de lo sagrado, pero nos faltará la unción del Espíritu para volvernos servidores de nuestros hermanos, especialmente de los más pobres. El Pueblo fiel de Dios tiene olfato y sabe distinguir entre el funcionario de lo sagrado y el servidor agradecido. Sabe reconocer entre el memorioso y el olvidadizo. El Pueblo de Dios es aguantador, pero reconoce a quien lo sirve y lo cura con el óleo de la alegría y de la gratitud.
3. La alegría contagiosa
Andrés era uno de los discípulos de Juan el Bautista que había seguido a Jesús ese día. Después de haber estado con Él y haber visto dónde vivía, volvió a casa de su hermano Simón Pedro y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Esta es la noticia más grande que podía darle, y lo condujo a Jesús. La fe en Jesús se contagia, no puede confinarse ni encerrarse; aquí se encuentra la fecundidad del testimonio: los discípulos recién llamados atraen a su vez a otros mediante su testimonio de fe, del mismo modo que en el pasaje evangélico Jesús nos llama por medio de otros. La misión brota espontánea del encuentro con Cristo. Andrés comienza su apostolado por los más cercanos, por su hermano Simón, casi como algo natural, irradiando alegría. Esta es la mejor señal de que hemos «descubierto» al Mesías. La alegría es una constante en el corazón de los apóstoles, y la vemos en la fuerza con que Andrés confía a su hermano: «¡Lo hemos encontrado!». Pues «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».[3]
Esta alegría nos abre a los demás, es alegría para transmitirla. En el mundo fragmentado que nos toca vivir, que nos empuja a aislarnos, somos desafiados a ser artífices y profetas de comunidad. Porque nadie se salva solo. Y en esto me gustaría ser claro. La fragmentación o el aislamiento no es algo que se da «fuera» como si fuese sólo un problema del «mundo». Hermanos, las divisiones, guerras, aislamientos los vivimos también dentro de nuestras comunidades, ¡y cuánto mal nos hacen! Jesús nos envía a ser portadores de comunión, de unidad, pero tantas veces parece que lo hacemos desunidos y, lo que es peor, muchas veces poniéndonos zancadillas. Se nos pide ser artífices de comunión y de unidad; que no es lo mismo que pensar todos igual, hacer todos lo mismo. Significa valorar los aportes, las diferencias, el regalo de los carismas dentro de la Iglesia sabiendo que cada uno, desde su cualidad, aporta lo propio pero necesita de los demás. Sólo el Señor tiene la plenitud de los dones, sólo Él es el Mesías. Y quiso repartir sus dones de tal forma que todos podamos dar lo nuestro enriqueciéndonos con lo de los demás. Hay que cuidarse de la tentación del «hijo único» que quiere todo para sí, porque no tiene con quién compartir. A aquellos que tengan que ocupar misiones en el servicio de la autoridad les pido, por favor, no se vuelvan autorreferenciales; traten de cuidar a sus hermanos, procuren que estén bien; porque el bien se contagia. No caigamos en la trampa de una autoridad que se vuelva autoritarismo por olvidarse que, ante todo, es una misión de servicio.
Queridos hermanos, nuevamente gracias y que esta memoria deuteronómica nos haga más alegres y agradecidos para ser servidores de unidad en medio de nuestro pueblo.
Que el Señor los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y no se olviden de rezar por mí.
[1] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
[2] Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 260.
[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1.
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