martes, 21 de noviembre de 2017

Tráfico de niños

La detención de 10 norteamericanos, afiliados a una iglesia baptista, en la frontera entre Santo Domingo y Haití, que pretendían hacerse (iba a decir “raptar”, pero ellos dicen que no pretendían raptar) con 33 niños haitianos, no es más que la punta del iceberg de un asunto poco claro, por no decir sucio, que se desarrolla habitualmente en algunos países pobres, y que también se daba en Haití antes del terremoto. Es posible que recuerden que algunas monjas españolas que trabajan en África sufrieron amenazas de muerte por denunciar prácticas, que incluyen comercio de órganos. Según informaciones fidedignas, antes del terremoto, los niños haitianos vendidos y comprados ilegalmente rondan los mil casos anuales.

Hay hechos que, de por sí, son repugnantes y condenables. Que además se mezclen apelaciones a la religión, como en el caso de los niños haitianos, no cambia la gravedad del asunto, pero sí obliga a recordar que no se puede tomar el nombre de Dios en vano. Desgraciadamente su santo nombre ha sido demasiado profanado y vilipendiado. Las palabras de Martín Buber sobre las huellas de sangre que los seres humanos han dejado bajo el término “Dios” siguen resonando como una advertencia permanente. Las apelaciones al nombre de Dios tienen sus luces y sus sombras. Pero cuando de sombras se trata, lo bueno se convierte en pésimo.

Para que los derechos y libertades de la persona, sobre todo de los más débiles y vulnerables, sean debidamente reconocidos, falta todavía un largo camino por recorrer, debido a condicionamientos de todo tipo: económicos, políticos, sociales, ideológicos y también religiosos. La explotación de la sexualidad (trata de blancas, prostitución infantil, violación de menores –por cierto, un periódico boliviano acaba de denunciar la violación de 42 menores en un centro evangélico de acogida-), el tráfico de órganos, el robo de menores, o la manipulación del hombre por el hombre, es uno de los mayores insultos al Creador. Por eso, la cooperación en la obra creadora de Dios, que hoy bien puede traducirse en ayuda desinteresada para reconstruir Haití, pasa por el logro de una mayor justicia como fruto del amor.
de Martín Gelabert Ballester, OP

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