Eminencias, Excelencias, Distinguidas autoridades,
Señoras y Señores,
Me complace participar en este momento en el que concluye el diálogo (RE)Thinking Europe. Una contribución cristiana al futuro del proyecto europeo, promovido por las Comisiones Episcopales de la Comunidad Europea (COMECE). Saludo particularmente al Presidente, su Eminencia el Cardenal Reinhard Marx, así como al Honorable Antonio Tajani, Presidente del Parlamento Europeo, y les agradezco las amables palabras que me acaban de dirigir. Me gustaría expresar a cada uno de vosotros un gran aprecio por la gran cantidad de personas que han intervenido durante este importante círculo de discusión.
El Diálogo de estos días ha brindado la oportunidad de reflexionar ampliamente sobre el futuro de Europa desde diferentes ángulos, gracias a la presencia entre ustedes de diversas personalidades eclesiales, políticas, académicas o simplemente provenientes de la sociedad civil. Los jóvenes han podido proponer sus expectativas y sus esperanzas, en confrontación con sus mayores, que a su vez, han tenido la ocasión de ofrecer su rico equipaje de reflexiones y experiencias. Es significativo que este encuentro haya querido ser ante todo un diálogo en el espíritu de una discusión libre y abierta, permitiendo enriquecerse recíprocamente y de aclarar el camino del futuro de Europa, es decir el camino que todos juntos, estamos llamados a recorrer para superar la crisis que atravesamos y para afrontar los desafíos que nos esperan.
Hablar de una contribución cristiana en el futuro del continente significa primero y ante todo interrogarse sobre nuestro papel como cristianos hoy, sobre estas magníficas tierras modeladas a lo largo de los siglos por la fe. ¿Cuál es nuestra responsabilidad en un momento en el que el rostro de Europa se caracteriza cada vez más por una pluralidad de culturas y de religiones, mientras que para muchos, el cristianismo es percibido como un elemento del pasado, lejano y extraño?.
Persona y comunidad
Al declive de la civilización antigua, mientras que el esplendor de Roma se convirtió en ruinas que podemos admirar hoy todavía en la ciudad, mientras que nuevos pueblos ejercían una presión en las fronteras del antiguo Imperio, un joven ha hecho resonar la voz del Salmista: “¿Quién ama la vida y desea los días donde el verá la felicidad?” (Benito, Regla, Prólogo, 14 Cf. Salmo 33,13). Proponiendo esta interrogación en el Prólogo de su Regla, San Benito ha sometido a la atención de sus contemporáneos y a la nuestra una concepción del hombre radicalmente diferente del que había caracterizado el clasicismo greco romano, y más diferente todavía a la violencia que había caracterizado las invasiones bárbaras. El hombre ya no es simplemente un civis, un ciudadano dotado de privilegios a consumir en la ociosidad; ya no es un miles, servidor combatiendo del poder reinante; sobre todo, el ya no es un servus, objeto de cambio desprovisto de libertad destinado únicamente al trabajo y al laboreo.
San Benito no mira la condición social, ni la riqueza, ni el poder que tenemos. Apela a la naturaleza común del ser humano, que, sea cual sea su condición, ama la vida y desea días felices. Para Benito no hay roles, hay personas. Nombres, no adjetivos. He aquí uno de los valores fundamentales que el cristianismo ha aportado: el sentido de la persona, creada a imagen de Dios. A partir de este principio, se construirán los monasterios, que se convertirán al mismo tiempo en cuna del renacimiento humano, cultural, religioso y también económico de continente.
La primera y puede ser la mayor contribución que los cristianos pueden ofrecer a la Europa de hoy, es la de recordarle, que no es un conjunto de números o de instituciones, sino que está hecho de personas. Lamentablemente observamos como a menudo cualquier debate se reduce fácilmente a una discusión de números. No hay ciudadanos, hay votos. No hay migrantes, hay cuotas. No hay trabajadores, hay indicadores económicos. No hay pobres, hay umbrales de pobreza. El carácter concreto de la persona humana se reduce a un principio abstracto, más cómodo y más suave. Entendemos el motivo: las personas tienen rostro, nos obligan a una responsabilidad real, activa “personal”; las cifras nos ocupan con razonamientos, cierto útiles e importantes, pero siempre serán sin alma. Nos ofrece la excusa para la desconexión porque nunca tocan en la carne.
Reconocer que el otro es sobre todo una persona significa valorar lo que me une a él. El hecho de ser personas nos une a los otros, nos hace ser comunidad. Entonces, la segunda contribución que los cristianos pueden ofrecer al futuro de Europa es el redescubrimiento del sentido de pertenencia a una comunidad. No es una casualidad si los padres fundadores del proyecto europeo han escogido precisamente esta palabra para identificar el nuevo sujeto político que se constituyó. La comunidad es el mayor antídoto contra los individualismos que caracterizan nuestro tiempo, contra esta tendencia, ahora extendida en occidente, de considerar y vivir en soledad. Se comprende mal el concepto de libertad, interpretándolo casi como si se tratara del deber de estar solos, liberados de todos los lazos y como consecuencia hemos construido una sociedad desarraigada, privada del sentido de pertenencia y de herencia.
Los cristianos reconocen que su identidad es primeramente relacional. Están insertados como miembros de un cuerpo, la Iglesia (cf.1 Co 12,12), en la cual cada uno, con su propia identidad y particularidad, participa libremente en la edificación común. De manera análoga, esta unión se encuentra también en el dominio de las relaciones interpersonales y de la sociedad civil. Delante del otro, cada uno descubre sus cualidades y sus defectos; sus puntos fuertes y sus debilidades: en otros términos, descubre su rostro, comprendida su identidad.
La familia, en tanto que primera comunidad, permanece siendo el lugar fundamental de este descubrimiento. La diversidad es exaltada y al mismo tiempo se comprende en la unidad. La familia es la unión armoniosa de las diferencias entre el hombre y la mujer, que es tanto más auténtica y profunda como procreadora, capaz de abrirse a la vida y a los otros. Del mismo modo, una comunidad civil es viva si sabe estar abierta si sabe acoger la diversidad y los talentos de cada uno y al mismo tiempo si sabe engendrar nuevas vidas, lo mismo que el desarrollo, el trabajo y la innovación de la cultura.
Persona y comunidad son, por lo tanto, los fundamentos de Europa que, como cristianos, queremos y podemos contribuir a construir. Las piedras de este edificio se llaman: diálogo, inclusión, solidaridad, desarrollo y paz.
Un lugar de diálogo
Hoy toda Europa, desde el Atlántico hasta los Urales, del Polo Norte al mar Mediterráneo, no puede perder la oportunidad de ser ante todo un lugar de diálogo, a la vez sincero y constructivo, en el cuál todos los protagonistas tienen una misma dignidad. Estamos llamados a edificar una Europa donde podamos encontrarnos e intercambiar a todos los niveles, en cierto sentido como lo era el ágora antiguo. De hecho tal era el lugar de la polis. No únicamente un espacio de intercambio económico, sino el corazón neurálgico de la política, sede donde se elaboraban las leyes para bienestar de todos; lugar donde se enfrentaba al templo de manera que la dimensión horizontal de la vida cotidiana no faltara nunca la respiración trascendente que hace mirar más allá de lo que es efímero, pasajero y provisional.
Esto lleva a tomar en cuenta el papel positivo y constructivo de la religión en general en la edificación de la sociedad. Pienso por ejemplo a la contribución del diálogo interreligioso para favorecer el conocimiento recíproco entre cristianos y musulmanes en Europa. Por desgracia un cierto prejuicio laicista, todavía en voga, no es capaz de percibir el valor positivo para la sociedad del papel público y objetivo de la religión, prefiriendo relegarla a una esfera puramente privada y sentimental. Se instaura así el predominio de un cierto pensamiento único (La dittatura del pensiero único. Meditazione mattutina nella cappella della Domus Sanctae Marthae, 10 de abril de 2014), bastante extendida en todas las reuniones internacionales, que ve en la afirmación de una identidad religiosa un peligro en si misma y para su propia hegemonía, finalizando así por favorecer una oposición artificial entre el derecho y la libertad religiosa y de otros derechos fundamentales.
Favorecer el diálogo – todo diálogo -, es una responsabilidad fundamental de la política, y, por desgracia, observamos muy a menudo como se transforma más bien en lugar de enfrentamientos entre dos fuerzas opuestas. La voz del diálogo es reemplazada por los gritos de las reivindicaciones. En muchos lugares se tiene el sentimiento de que el bien común ya no es el objetivo principal a alcanzar y muchos ciudadanos perciben este desinterés. Así encuentran un terreno fértil, en muchos países las formaciones extremistas y populistas que hacen de la protesta el corazón de su mensaje político, sin ofrecer la alternativa de un proyecto político constructivo. El diálogo es reemplazado o por una oposición estéril, que puede incluso poner en peligro la convivencia civil, o bien por una hegemonía del poder político que aprisiona e impide una verdadera vida democrática. En un caso, se destruyen los puentes y en el otro, se construyen muros.
Los cristianos están llamados a favorecer el diálogo político, especialmente allí donde está amenazado y donde la confrontación parece prevalecer. Los cristianos están llamados a restaurar la dignidad a la política, entendida como el mayor servicio al bien común y no como una carga de poder. Esto requiere también una formación adecuada, porque la política no es “el arte de la improvisación”, sino más bien una alta expresión de abnegación y de dedicación personal en favor de la comunidad. Ser dirigente exige estudios, preparación y experiencia.
Un dominio inclusivo
Una de las responsabilidades comunes de los dirigentes, es la de favorecer una Europa que sea una comunidad inclusiva, liberada de una mala comprensión de fondo: inclusión no es sinónimo de aplanamiento indiferenciado. Al contrario, es auténticamente inclusivo cuando se sabe valorar las diferencias, asumiéndolas como patrimonio común y enriqueciéndolas. En esta perspectiva, los migrantes son un recurso en lugar de un peso. Los cristianos están llamados a meditar seriamente la afirmación de Jesús: “Era extranjero, y me acogiste” (Mt 25, 35). Sobre todo ante el drama de los desplazados y de los refugiados, no podemos olvidar el hecho que estamos delante de personas, que no puedes ser elegidas o rechazadas según la buena voluntad, siguiendo las lógicas políticas, económicas, incluso religiosas.
Sin embargo no está en oposición con el derecho de cada autoridad a manejar el tema de la migración “con la virtud propia del gobierno, es decir la prudencia” (Conferencia de prensa sobre el vuelo de regreso de Colombia, 10 de septiembre de 2017, L´Obsservatore Romano, ed. En lengua francesa, n. 38, jueves 21 de septiembre de 2017, p. 13), que debe tener en cuenta tanto la necesidad de tener un corazón abierto como la posibilidad de integrar plenamente, a nivel social, económico y político, a aquellos que llegan al país. No podemos pensar que el fenómeno migratorio sea un proceso sin discernimiento y sin reglas, pero tampoco podemos erigir muros de indiferencia o de miedo. Por su parte, los propios migrantes no deben descuidar el grave deber de conocer, de respetar y de asimilar también la cultura lo mismo que las tradiciones de la nación que los acoge.
Un espacio de solidaridad
Trabajar para una comunidad inclusiva significa edificar un espacio de solidaridad. Ser una comunidad implica, en efecto, que nos sostenemos mutuamente y por lo tanto no puede haber solo algunos que llevan el peso y hacen sacrificios extraordinarios, mientras que los otros permanecen refugiados en la defensa de posiciones privilegiadas. Una Unión Europea que, afrontando sus crisis, no redescubra el sentido de ser una única comunidad que se sostiene y se ayuda – y no un conjunto de pequeños grupos de interés – perdería no solo uno de los retos más importantes de su historia, sino también una de las mayores oportunidades para su futuro.
La solidaridad, que en la perspectiva cristiana encuentra su razón de ser en el precepto del amor (cf. Mt 22, 37-40), solo puede ser la savia vital de una comunidad viva y madura. Con el otro principio cardinal de subsidiariedad, no se trata solo de las relaciones con los estados y las Regiones de Europa. Ser una comunidad solidaria significa tener la solicitud por los más débiles de la sociedad, hacia los pobres, hacia todos aquellos que son rechazados por los sistemas económicos y sociales, a comenzar por las personas mayores y por los parados. Pero la solidaridad exige igualmente que se recupere la colaboración y el apoyo recíproco entre las generaciones.
Desde los años sesenta del siglo pasado, asistimos a un conflicto de generaciones sin precedentes. Al transmitir a las nuevas generaciones los ideales que han hecho grande a Europa, podemos decir de manera hiperbólica que a la tradición se ha preferido la traición. Al rechazar lo que provenía de los padres ha logrado así el momento de una esterilidad dramática. No solo porque en Europa se hacen pocos niños – nuestro invierno demográfico – y que los que han sido privados del derecho a nacer son muy numerosos, sino también porque nos descubrimos incapaces de transmitir a los jóvenes los instrumentos materiales y culturales para afrontar el futuro. Europa vive una clase de déficit de memoria. Volver a ser una comunidad solidaria significa volver a redescubrir el valor de su propio pasado, para enriquecer el presente y transmitir a la posteridad un futuro de esperanza.
Muchos de los jóvenes se encuentran al contrario desamparados de cara a la ausencia de raíces y de perspectivas, están desarraigados “sacudidos y meneados a la deriva por todas las corrientes de ideas” (Ef. 4, 14); a veces igualmente “prisioneros” de adultos posesivos que tienen dificultades para asumir sus deberes. Es grave, la tarea de educar no solamente ofreciendo un conjunto de conocimientos técnicos y científicos, sino sobre todo actuando “para promover la persona humana en su perfección, lo mismo que para asegurar el bien de la sociedad terrestre y la construcción de un mundo siempre más humano” (Concilio Ecuménico Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 28 de octubre de 1965, n. 3). Esto exige el compromiso de toda la sociedad. La educación es una tarea común, que demanda la participación activa concomitante de los padres, de la escuela y de las universidades, de las instituciones religiosas y de la sociedad civil. Sin educación, la cultura no se forma y el tejido vital de las comunidades se reseca.
Una fuente de desarrollo
La Europa que se redescubre comunidad será seguramente una fuente de desarrollo para ella misma y para el mundo entero. Desarrollo se entiende en el sentido que el Beato Pablo VI ha dado a esta palabra: “Para ser auténtico, debe de ser integral, es decir promover todo hombre y todo el hombre. Como lo ha subrayado fuertemente un eminente experto: “No aceptamos separar lo económico de lo humano, el desarrollo de las civilizaciones donde se inscribe. Lo que cuenta para nosotros, es el hombre, cada hombre, cada grupo de hombres, hasta la humanidad entera” “Pablo VI, Carta. Enc.Populorum progessio, 26 de marzo de 1967, n. 14).
Ciertamente, el trabajo, que es un factor esencial para la dignidad y la maduración de la persona, contribuye al desarrollo del hombre. Requiere trabajo y debe tener condiciones adecuadas de trabajo. A lo largo del siglo pasado, no han faltado ejemplos elocuentes de emprendedores cristianos que han comprendido cómo el éxito de sus iniciativas dependía sobre todo de la posibilidad de ofrecer oportunidades de empleo y de condiciones dignas de trabajo. Es necesario volver a partir del espíritu de estas iniciativas, que son también el mejor antídoto contra los desequilibrios provocados por una globalización sin alma, una globalización “esférica”, que, está más atenta al provecho que a las persona, ha creado bolsas difusas de pobreza, de paro, de explotación y de malestar social.
Será oportuno redescubrir igualmente la necesidad del carácter concreto del trabajo, sobre todo para los jóvenes. Hoy muchos tienden a huir de los trabajos en los sectores antes cruciales, considerados como penosos y poco remunerados, olvidando que estos son indispensables en el desarrollo humano. ¿Qué seríamos nosotros, sin el compromiso de personas que, por el trabajo contribuyen a nuestra subsistencia cotidiana?. ¿Qué seríamos nosotros sin el trabajo paciente e inventivo de aquellos que confeccionan la ropa que nosotros llevamos o construyen las casas en las que nosotros vivimos?. Muchos profesionales considerados hoy como de segunda categoría son fundamentales. Lo son desde el punto de vista social, pero lo son sobre todo por la satisfacción que los trabajadores reciben de poder ser útiles para ellos mismos y para los otros a través de su compromiso cotidiano.
Es lo mismo para los gobernantes de crear las condiciones económicas que favorezcan una sana empresa y niveles adecuados de empleo. Es especialmente responsabilidad de la política de reactivar un círculo virtuoso que, a partir de inversiones en favor de la familia y de la educación, permita el desarrollo armonioso y pacífico de toda la comunidad civil.
Una promesa de paz
Finalmente, el compromiso cristiano en Europa debe constituir una promesa de paz. Este fue el pensamiento principal que animó a los signatarios de los Tratados de Roma. Después de dos guerras mundiales y de atroces violencias de pueblos contra pueblos, llegó el tiempo de afirmar el derecho a la paz (cf. Discurso a los estudiantes y al mundo académico, Boloña, 1 de octubre de 2017, n. 3). Es un derecho. Sin embargo, todavía hoy vemos cómo la paz es un bien frágil y cómo las lógicas particulares y nacionales corren el riesgo de hacer vanos los sueños valientes de los fundadores de Europa (cf. Ibid.).
Sin embargo, ser artesanos de la paz (cf. Mt 5, 9) no solo significa trabajar para evitar las tensiones internas, trabajar para poner fin a los numerosos conflictos que ensangrientan el mundo o bien aliviar al que sufre. Ser artesano de paz significa hacerse promotor de una cultura de paz. Esto exige el amor a la verdad, sin la cual no puede haber relaciones humanas auténticas, la búsqueda de la justicia, sin la cual la opresión es la norma predominante en cualquier comunidad.
La paz exige pura creatividad. La Unión Europea mantendrá la fe en su compromiso por la paz en la medida donde ella no pierda la esperanza y sabrá renovarse para responder a las necesidades y a las expectativas de sus ciudadanos. Hace cien años, precisamente en estos días, comenzaba la batalla de Caporetto, una de las más dramáticas de la Gran guerra. Fue el punto culminante de la guerra de desgaste que fue el primer conflicto mundial, que tuvo el triste record de segar innumerables víctimas para conquistas ridículas. Después de estos acontecimientos, aprendemos que si nos escondemos detrás de nuestras propias posiciones se termina por sucumbir. No es el momento de construir trincheras, sino más bien de tener el coraje de trabajar para perseguir plenamente el sueño de los Padres fundadores de una Europa unida y unánime, una comunidad de pueblo deseoso de compartir un destino de desarrollo y de paz.
Ser el alma de Europa
Eminencias, Excelencias, Ilustres anfitriones,
El autor de la carta a Diognetus afirma que “lo que el alma es para el cuerpo, los cristianos lo son en el mundo” (Carta a Diognetus, VI). En este tiempo, están llamados a dar un alma a Europa, a despertar su conciencia, no para ocupar los espacios – eso sería proselitismo – sino para animar los procesos (cf. Exhrt. Ap. Evangelii gaudium,n. 223) que crean nuevos dinamismos en la sociedad. Es precisamente lo que ha hecho que San Benito haya ido proclamado, no por casualidad, patrón de Europa por Pablo VI: No se ha preocupado de ocupar los espacios de un mundo desorientado y confuso. Sostenido por la fe, él ha mirado más allá y desde una pequeña cueva de Subiaco ha dado a luz a un movimiento contagioso e irresistible que ha rediseñado el rostro de Europa. Él que ha sido “mensajero de paz, artesano de unión, maestro de civilizaciones” (Pablo VI, Carta. Ap. Pacis Nuntius, 24de octubre de 1964), nos muestra a nosotros también cristianos de hoy como de la fe brota una esperanza gozosa, capaz de cambiar el mundo.
¡Gracias!
Que el Señor nos bendiga a todos, bendiga nuestro trabajo, bendiga nuestros pueblos, nuestras familias, nuestros jóvenes, nuestras personas mayores, que bendiga a Europa.
Que Dios todopoderoso os bendiga, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.