sábado, 25 de octubre de 2025

Sábado de la XXIX Semana del Tiempo Ordinario

Primera Lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,1-11):

Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado. Así, la justicia que proponía la Ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por la carne, sino por el Espíritu. Porque los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Palabra de Dios


Salmo 23,R/. Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor


 Santo Evangelio según san Lucas (13,1-9):

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.

Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»

Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.»»

Palabra del Señor


Compartimos:

Jesús alude a dos acontecimientos de su tiempo que, al parecer, habían conmovido profundamente a la población de Jerusalén y, posiblemente, de todo Israel. El primero, cometido por manos humanas, es un hecho atroz de Pilato contra unos galileos, posiblemente sediciosos. El segundo es un suceso fortuito, el desplome de un edificio, que les costó la vida a dieciocho personas. Tomando pie en estos acontecimientos Jesús se enfrenta con una forma tradicional de entender la acción de Dios, que compartían sus contemporáneos y, posiblemente, sus discípulos (los de entonces y, tal vez, al menos en parte, también los de ahora). Dios sería el vengador de nuestros pecados, de modo que las desgracias, pequeñas y grandes, naturales o provocadas por la mano del hombre, se interpretan como acciones provocadas por Él para castigarnos cuando lo merecemos. No deja de resultar paradójico que la mano cruel de los grandes criminales y las fuerzas ciegas de la naturaleza sean instrumentos de la sabia y misericordiosa justicia de Dios, cuando los “castigados” son casi siempre gentes normales, tan culpables y tan inocentes como cualquiera; mientras que, además, los verdaderos criminales (como hoy Pilato), encima, se van de rositas.


Jesús se enfrenta con esa forma de entender a Dios, que distorsiona la imagen de su Padre, nos ayuda a purificarla y aclara la relación que existe entre el pecado y el castigo. Jesús nos avisa de que Dios no castiga ni ejerce violencia, ni usa las desgracias históricas o naturales para lanzarnos advertencias, lo que significaría que Dios advierte a unos a costa de la vida de otros; y nos recuerda que la salvación (o la perdición) no procede de “fuera”, no depende de acontecimientos externos fortuitos, buenos o malos, por medio de los que Dios nos bendeciría o castigaría. La salvación y la condenación proceden de dentro de nosotros mismos: de nuestra capacidad de conversión. Las palabras de Jesús: “no penséis que los que murieron eran más pecadores o más culpables que los demás… y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera” hay que entenderlas en este sentido. Aquellos no fueron castigados por determinados pecados, pero si nosotros (que tal vez nos sentimos a resguardo) no renunciamos a los nuestros y no nos convertimos, nos estamos labrando nuestra propia perdición. Porque no es Dios quien castiga, sino que nosotros nos castigamos a nosotros mismos cuando nos alejamos de la fuente del Bien y del Ser.


Con la parábola de la higuera estéril Jesús refuerza la llamada a cambiar de vida. Una vida alejada de Dios es como una higuera que no da fruto: no sirve para nada, su destino es la destrucción. No se trata de una imposición desde fuera, más o menos legal o arbitraria, sino que es cuestión de ser o no ser fiel a la propia verdad. De todos modos, lo que podía sonar a amenaza acaba siendo una parábola de la misericordia de Dios, que atiende a la intercesión del viñador (el mismo Cristo), que promete trabajar en las raíces de la higuera y abonarla con su Palabra para darle la oportunidad de convertirse y dar frutos. Dios en Cristo hace su parte. A nosotros nos corresponde hacer la nuestra, bien reflejada en las palabras de Pablo: hacer una elección sostenida por la gracia: la vida del Espíritu que implica la renuncia a la vida según la carne.

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