Primera Lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (1,15-23):
Yo, que he oído hablar de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia, como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.
Palabra de Dios
Salmo 8,R/. Diste a tu Hijo el mando sobre las obras de tus manos
Santo Evangelio según san Lucas (12,8-12):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios. Al que hable contra el Hijo del hombre se le podrá perdonar, pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir.»
Palabra del Señor
Compartimos:
Es famosa y significativa la película El Discurso del Rey porque, de alguna manera, nos hace empatizar con quien no está totalmente capacitado para una función y, así y todo, debe llevarla a cabo. Sentimos con el pobre Jorge, porque nos hemos visto en alguna situación (en nuestra propia escala) de la que no sabíamos cómo salir. El rey tenía que hablar porque no hacerlo podría llevar a su país a la catástrofe.
Pero tenemos testimonios de esto mismo todavía más antiguos. Es decir, que parece una experiencia bastante universal de inseguridad y falta de confianza en la propia capacidad. Moisés era tartamudo; Jeremías aduce que es un niño y no sabe hablar; David era el más pequeño de los hermanos y es llamado a ser rey; Amós, Nehemías…. Y luego los discípulos de Jesús, algunos hombres toscos y poco ilustrados. En todas partes está la figura del profeta renuente. ¿Cuántas veces nos hemos encontrado siendo profetas renuentes nosotros mismos? No hay ninguna certeza (y en algunos casos hay la absoluta certeza de imposibilidad) de que se pueda llevar a cabo. Y aquí se nos dice hoy que, por encima de todo problema real o imaginado de autoestima, hay que poner una confianza que casi no tiene nada que ver con nosotros: “Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir»
No os preocupéis de eso. Pero, por el otro lado hay una severa advertencia: el no hablar, el no dar testimonio, el no reconocer a Cristo puede tener consecuencias incluso más graves. No os preocupéis de qué decir, preocupaos, más bien, de no decir nada. Preocupaos si un miedo paralizante os lleva al silencio… con el resultado catastrófico personal de no ser reconocidos por Cristo y el resultado catastrófico para los demás de no escuchar la palabra de Verdad y redención porque nosotros no la hemos pronunciado. No os preocupéis. Preocupaos. Y mucho.
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