Primera Lectura
Lectura del libro de Job. [19, 1. 23-27a]
Y Job respondió y dijo: ¡Ojalá se escribieran mis palabras!
Si se grabaran en un libro, con un cincel de hierro y estaño,
¡se tallarían para siempre en la piedra!
Yo sé que mi Redentor vive, y que al final de los días levantará mi piel en descomposición;
y yo, en mi carne, veré a Dios.
Yo mismo lo veré; mis ojos, y no los de otro, lo verán.
Palabra de Dios.
Salmo 27R/ Creo que veré la bondad del Señor.
Segunda Lectura
Lectura de la carta del apóstol Pablo a los Romanos. [5, 5-11]
Hermanos: La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, murió en el momento señalado por los impíos. Porque difícilmente alguien moriría por un justo; tal vez alguien se atrevería a morir por un benefactor. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en que, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Por lo tanto, ahora, habiendo sido justificados por su sangre, seremos salvos por él de la ira. Porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no solo eso, sino que también nos gloriamos en Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien ahora hemos sido reconciliados.
Palabra de Dios
Santo Evangelio según san Mateo (5, 1-12a):
En aquel tiempo: Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña y, cuando se sentó, se le acercaron sus discípulos. Y él, abriendo su boca, les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia. Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os vituperen y os persigan, y cuando digan toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos.
Palabra del Señor
Compartimos:
El Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.