Primera Lectura
Lectura del libro de Jeremías (17,5-10):
Esto dice el Señor:
Esto dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre,
y busca el apoyo de las criaturas,
apartando su corazón del Señor.
Será como cardo en la estepa,
que nunca recibe la lluvia;
habitará en un árido desierto,
tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor
y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua,
que alarga a la corriente sus raíces;
no teme la llegada del estío,
su follaje siempre está verde;
en año de sequía no se inquieta,
ni dejará por eso de dar fruto.
Nada hay más falso y enfermo
que el corazón: ¿quién lo conoce?
Yo, el Señor, examino el corazón,
sondeo el corazón de los hombres
para pagar a cada cual su conducta
según el fruto de sus acciones».
Palabra de Dios
Salmo 1,R/. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor
Santo Evangelio según san Lucas (16,19-31):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo:
“Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo:
“Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.
Pero él le dijo:
“No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán le dijo:
“Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».
La historia del Evangelio de hoy es sencilla y muy conocida. Sus protagonistas, el rico que tiene de todo y el pobre que no tiene nada, mueren y su suerte se invierte: al rico le toca ir al infierno con todos sus tormentos mientras que el pobre está en el seno de Abraham feliz y contento. Por ninguna parte se dice que el pobre fuese un buen observante de la ley, cumplidor y devoto. Simplemente era pobre y cubierto de llagas. Tampoco se dice que el rico fuese un malvado, corrupto, ladrón ni estafador. Simplemente era rico y vivía disfrutando lo que tenía.
Parece que no hay paso entre el infierno y el cielo o seno de Abraham pero si hay comunicación visual y oral. Ahí viene el diálogo. Las llamas del infierno queman y el rico se quiere aliviar y, cuando ve que no es posible, quiere que al menos se alivien sus familiares. Pero no obtiene más que una respuesta: que escuchen a Moisés y los profetas. Y de ahí Abraham no se mueve.
Para los que escuchamos hoy esta historia quizá no tenga mucho sentido que nos digan que hay que escuchar a Moisés y a los profetas. Pero quizá haya una consecuencia mucho más importante. Es en el hoy de la vida en el que estamos llamados a compartir lo que tenemos. Del rico no se dice que fuese al infierno porque era malo. Simplemente no veía la realidad del pobre que estaba a la puerta de su casa sin nada mientras que él banqueteaba. Compartir en solidaridad, en fraternidad, en justicia, es un elemento básico del reino de Dios de que habla Jesús. Es saber que lo que tenemos no es “mío” sino nuestro. Es saber que la propiedad privada no es una realidad absoluta sino limitada siempre por la necesidad de mis hermanos. Es ser conscientes de que solo con los otros, en solidaridad, compartiendo, es como podemos llegar a vivir en plenitud esta vida que se nos ha regalado.
Hoy, sin duda, la parábola nos invita a abrir los ojos, aquí y ahora, a las necesidades de los demás y a convertirlas en nuestra necesidades, a hacer de la fraternidad y la solidaridad el centro de nuestra vida cristiana.
Palabra del Señor
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