martes, 5 de noviembre de 2024

Martes de la XXXI Semana del Tiempo Ordinario.

 Primera Lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (2,5-11):

Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre sobre todo nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Palabra de Dios

Salmo 21,R/. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea

 Santo Evangelio según san Lucas (14,15-24):

En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús: «¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!»

Jesús le contestó: «Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó un criado a avisar a los convidados: «Venid, que ya está preparado.» Pero ellos se excusaron uno tras otro. El primero le dijo: «He comprado un campo y tengo que ir a verlo. Dispénsame, por favor.» Otro dijo: «He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor.» Otro dijo: «Me acabo de casar y, naturalmente, no puedo ir.» El criado volvió a contárselo al amo. Entonces el dueño de casa, indignado, le dijo al criado: «Sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos.» El criado dijo: «Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio.» Entonces el amo le dijo: «Sal por los caminos y senderos e insísteles hasta que entren y se me llene la casa.» Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete.»

Palabra del Señor

Compartimos:

Con la parábola de la gran cena Jesús expone con amargura la resistencia del pueblo elegido a acoger la salvación. Sabe que se está cumpliendo lo que predijo Oseas: “y diré al que no era mi pueblo: tu eres mi pueblo y él dirá: tu eres mi Dios”. Hay alegría porque la salvación alcanzará a todos y dolor porque en ese pueblo, el suyo, muchos no aceptará la salvación.


Los bautizados somos ese nuevo pueblo… ¿lo somos? Como miembros de la Iglesia, ciertamente. Pero si cada uno se examina, puede ser que la respuesta personal, si vamos al fondo, no esté en consonancia con lo que proclamos cuando cantamos, por ejemplo aquello de “somos un pueblo que camina” o “juntos como hermanos, miembros de una Iglesia”.


Es una cuestión de prioridades que se hace muy visible cuando se trata de la celebración de la


Misa y de la oración personal: nuestras elecciones cotidianas se anteponen al Bien, la Bondad y la Belleza, así con mayúsculas. Es decir a estar con Jesús, de quien dice San Pablo en la primera lectura que “Dios lo exaltó sobre todo”.


Y no es porque seguirle requiera -que también- un cierto grado de heroísmo. Digamos que a todo católico se le pide que santifique las fiestas de la manera que la Iglesia ha previsto: acudiendo a Misa. Una ley de mínimos en suma. Digamos también que algunos y bastantes mantienen la ficción de ser practicantes pero a su aire. ¿Que es prioritario en nuestra vida? ¿Qué anteponemos a la participación en el banquete Eucarístico o a un tiempo de oración y silencia dedicado al Señor? Pretextos banales con un discreto disfraz de bien para encubrir la frialdad, la indiferencia, la pereza. También, y sobre todo, la incomprensión e ignorancia de lo que es, en realidad, ese banquete. En el Catecismo está escrito: “La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana”.


Como los invitados de la parábola presentamos excusas o nos damos por excusados porque hay cosas “importantes” que nos impiden ir. Ciertamente prestar auxilio cuando es urgente, atender a un anciano solo que necesita ayuda, cuidar a los pequeñitos cuando nadie más puede hacerlo… son razones suficientes. Pero con frecuencia nuestros pretextos son tan ridículos y tan fáciles de posponer o ignorar como los que presenta la parábola. Pidamos que el Espíritu Santo nos ilumine para que podamos conocer lo que es esencial, lo que alimenta nuestra fe.

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