Primera Lectura
Lectura del libro de los Proverbios (3,27-34):
Hijo mío, no niegues un favor a quien lo necesita, si está en tu mano hacérselo. Si tienes, no digas al prójimo: «Anda, vete; mañana te lo daré.» No trames daños contra tu prójimo, mientras él vive confiado contigo; no pleitees con nadie sin motivo, si no te ha hecho daño; no envidies al violento, ni sigas su camino; porque el Señor aborrece al perverso, pero se confía a los hombres rectos; el Señor maldice la casa del malvado y bendice la morada del honrado; se burla de los burlones y concede su favor a los humildes; otorga honores a los sensatos y reserva baldón para los necios.
Palabra de Dios
Salmo 14,R/. El justo habitará en tu monte santo, Señor
Santo Evangelio según san Lucas (8,16-18):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener.»
Palabra del Señor
Compartimos:
Como una prolongación de la parábola del sembrador, Jesús advierte: “El candil ha de ser colocado sobre en lo alto para que los que entran tengan luz”. Y a nosotros, en seguida, la luz nos evoca la luz del bautismo, la luz desbordante de la Vigilia bautismal, Pascua de Resurrección. Sí, nos enseña la liturgia que, como bautizados, somos “Nacidos de la luz, Hijos del Día”, y a Cristo le cantamos: “Eres la luz y siembras claridades”. Y al nacer del agua y del Espíritu, somos hijos de la Iglesia sobre cuya faz resplandece la claridad de de Cristo, Luz de las Gentes, según nos revelan las primeras palabras de la Constitución sobre la Iglesia del Vaticano II. En el hombre, la antítesis de la luz es la ceguera. Nos acordamos del ciego de nacimiento o del ciego Bartimeo junto al camino de Jericó. Como este último, de entrada, le suplicamos a Jesús: “Señor, que vea”.
Esta es la definición de Cristo: “Yo soy la luz del mundo”. Una luz que va saltando: quien está cerca de luz queda iluminado, y el cristiano, iluminado por Cristo, va iluminando al mundo con sus obras y palabras. Porque esta luz de Jesús es la imagen de su intimidad divina. Lo explica él mismo, en los escritos de San Juan: luz que es verdad: “El que obra la verdad viene a la luz”. Es vida: “La vida era la luz de los hombres”. Es amor: “El que ama a su hermano está en la luz”. En el otro extremo están las tinieblas, la noche (“era de noche”, cuando salió Judas de la Cena), el pecado. Por eso, San Pablo nos exhorta a combatir “con las armas de la luz”. Los dones, cualidades y carismas que Dios pone en las manos, en el corazón y en la inteligencia de los hombres son las luces con las que alumbramos a los demás. Y, si son luz de Cristo, ¿cómo podremos ocultar una luz tan potentísima?
La vida de los hombres es rica y feliz cuando se abre a la luz de Cristo. Quien ama a los otros, quien camina en la verdad, quien da vida por donde pasa va colmando de luz el espacio de los hijos de Dios. La luz es transparencia, y la transparencia de alma genera credibilidad en las personas. Que la acedia o una humildad de rancia ascética no nos arrastre a colocar la luz “bajo la cama”. Hagamos profesión pública de nuestra fe, demos razón de nuestra esperanza, mostremos paladinamente que amamos a la gente. Así alabarán todos al Padre del cielo. Que sepamos reflejar bien la claridad que nos llega de Cristo. Si nos damos cuenta de que no somos la luz sino, solo, testigos de la luz, no correremos riesgo de actitud altanera. Alegrémonos al constatar que hay mucha gente buena que llena de luz la familia, la Iglesia, el mundo; hay muchos santos, muchos testigos cuya luz está bien puesta en el candelero. No hace falta recurrir a altas instancias; en la vida de cada día nos topamos con hombres y mujeres rodeados de santidad por todas partes. Hay muchos que hacen caso al Papa Pablo VI: “El mundo de hoy necesita más de testigos que de maestros”. Lo bueno es que la esperanza nos asegura que al final triunfará la luz de Cristo, vamos hacia la luz eterna: “Brille para ellos la luz eterna para que no bajen a la oscuridad”, canta el oficio de difuntos. Y, en versos magníficos, pide a Dios el gran poeta leonés, Antonio Gamoneda: “Despiértame, Señor, cada mañana, hasta que aprenda a amanecer, Dios mío, en la gran luz de tu misericordia”.
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