sábado, 10 de agosto de 2024

San Lorenzo, diácono y mártir

Primera Lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (9,6-10):

El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni por compromiso; porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras buenas. Como dice la Escritura: «Reparte limosna a los pobres, su justicia es constante, sin falta.» El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia.

Palabra de Dios

Salmo 111,R/. Dichoso el que se apiada y presta

Santo Evangelio según san Juan (12,24-26):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.»

Palabra del Señor

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Se podría pensar en los mártires en medio del dolor y del tormento, y posiblemente sin muchas ganas de reír. Pero la muerte no se improvisa, y el momento del martirio físico menos todavía. Normalmente, se muere como se vive. Y esto queda clarísimo en la vida y muerte del diácono Lorenzo, uno de los siete diáconos de Roma en el siglo III:  El sentido del humor no se considera normalmente una virtud cristiana. La alegría sí. Si el sentido del humor se junta a la alegría, da un brillo y brisa especial a todo, incluso a los momentos más difíciles. Ese sentido del humor y esa alegría caracterizaron a san Lorenzo. Se cuenta que era diácono tesorero de la comunidad cristiana primitiva en tiempos de la persecución de Valerio, en 257. El emperador llamó a Lorenzo y, pensando que tenía dinero, le ordenó que le llevara el tesoro de la Iglesia. Lorenzo prometió llevárselo al día siguiente, y se presentó con todos los pobres de Roma. Aseguró que ellos eran, precisamente, el mayor tesoro cristiano. No es que fuera un loco ingenuo que no se diera cuenta del peligro, la persecución y el tormento inminentes. Es que tenía la verdad más profunda, con la alegría más certera, porque su seguridad estaba en otra parte.


En la primera lectura de hoy se habla de una entrega generosa y alegre. A Dios le agrada quien dona alegremente, sin retener nada, sin aferrarse a nada. Y el evangelio lo ratifica: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto. Lorenzo sabía eso y sabía bien que se enfrentaba a la ira de Valerio y al martirio. Pero tenía la seguridad de un fruto auténtico, abundante, verdadero. Así podía enfrentarse a la muerte. Sabía a dónde iba: había escuchado la palabra: “Quien quiera servirme que me siga y donde yo esté ahí estará mi siervo…” La alegría no dependía de la circunstancia que, en su caso, le podrían haber llevado al hundimiento total, sino de la vida que sabía llevaba consigo. La alegría que brota de dentro es la de saber quiénes somos y a dónde vamos. Saber que, donde está Dios, estamos nosotros, sus siervos. Está en mirar siempre más allá de lo que se presenta a simple vista. Conocer el destino final. Aunque el destino final pase por el tormento de la parrilla.

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