miércoles, 28 de agosto de 2024

Audiencia general del Papa Francisco

Plaza de San Pedro

Catequesis. Mar y desierto

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy, pospongo la catequesis habitual y quisiera detenerme con vosotros para pensar en las personas que – también en este momento – están atravesando mares y desiertos para llegar a una tierra donde puedan vivir en paz y seguridad.

Mar y desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en muchos testimonios que recibo, tanto de migrantes, como de personas que se comprometen a rescatarlos. Y cuando digo «mar», en el contexto de migración, también me refiero al océano, lago, río, todas las masas de agua traicioneras que tantos hermanos y hermanas de cualquier parte del mundo se ven obligados a cruzar para llegar a su destino. Y «desierto» no es solo el de arena y dunas, o el rocoso, sino también todos aquellos territorios inaccesibles y peligrosos como bosques, selvas, estepas, donde los migrantes caminan solos, abandonados a su suerte. Migrantes, mar y desierto. Las rutas migratorias actuales a menudo están marcadas por travesías de mares y desiertos, que, para muchas, demasiadas personas, - ¡demasiadas! -  son mortales. Por eso quiero detenerme en este drama, en este dolor. Algunas de estas rutas las conocemos mejor, porque suelen estar a menudo bajo los reflectores; otras, la mayoría, son poco conocidas, pero no por ello menos transitadas.

Del Mediterráneo he hablado muchas veces, porque soy Obispo de Roma y porque es emblemático: el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio. Y la tragedia es que muchos, la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los migrantes – para repeler a los migrantes. Y esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. No olvidemos lo que dice la Biblia: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante» (Ex 22,20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a los que Dios siempre defiende y pide defender.

También algunos desiertos, por desgracia, se convierten en cementerios de migrantes. A menudo, tampoco aquí se trata de muertes “naturales”. No. A veces los llevan al desierto y los abandonan allí. Todos conocemos la foto de la mujer y de la hija de Pato, muertas de hambre y de sed en el desierto. En la era de los satélites y de los drones, hay hombres, mujeres y niños migrantes que nadie debe ver: les esconden. Solo Dios los ve y escucha su clamor. Y esta es una crueldad de nuestra civilización.

De hecho, el mar y el desierto son también lugares bíblicos cargados de valor simbólico. Son escenarios muy importantes en la historia del éxodo, la gran migración del pueblo guiada por Dios a través de Moisés desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Estos lugares son testigos del drama del pueblo que huye de la opresión y la esclavitud. Son lugares de sufrimiento, de miedo, de desesperación, pero al mismo tiempo son lugares de paso hacia la liberación, – y cuánta gente pasa por los mares y los desiertos para liberarse, hoy – son lugares de paso hacia la redención, hacia la libertad y el cumplimiento de las promesas de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2024).

Hay un salmo que, dirigiéndose al Señor, dice: «Tú te abriste camino por las aguas, | un vado por las aguas caudalosas, | y no quedaba rastro de tus huellas» (77,20). Y otro canta así: «Guio por el desierto a su pueblo: | porque es eterna su misericordia» (136,16). Estas palabras santas nos dicen que, para acompañar al pueblo en el camino de la libertad, Dios mismo atraviesa el mar y el desierto; Dios no permanece a distancia, no, comparte el drama de los emigrantes, Dios está con ellos, con los migrantes, sufre con ellos, con los migrantes, llora y espera con ellos, con los migrantes. Nos hará bien, hoy, pensar: El Señor está con nuestros migrantes en el mare nostrum, el Señor está con ellos, no con lo que les rechazan.

Hermanos y hermanas, en una cosa podremos estar todos de acuerdo: en esos mares y desiertos mortíferos, los migrantes de hoy no deberían estar – y están, desafortunadamente. Pero no es mediante leyes más restrictivas, no es mediante la militarización de las fronteras, no es mediante rechazos como lo conseguiremos. Por el contrario, lo conseguiremos ampliando las rutas de acceso seguras y las vías de acceso legales para los migrantes, facilitando el refugio a quienes huyen de la guerra, de la violencia, de la persecución y de tantas calamidades; lo conseguiremos fomentando por todos los medios una gobernanza mundial de la migración basada en la justicia, la fraternidad y la solidaridad. Y aunando esfuerzos para combatir el tráfico de seres humanos, para detener a los traficantes criminales que se aprovechan sin piedad de la miseria ajena.

Queridos hermanos y hermanas, pensad en tantas tragedias de migrantes: Cuántos mueren en el Mediterráneo. Pensad en Lampedusa, en Crotone… Cuántas cosas feas y tristes. Y quisiera concluir reconociendo y alabando los esfuerzos de tantos buenos samaritanos, que hacen todo lo posible por rescatar y salvar a los migrantes heridos y abandonados en las rutas de la esperanza desesperada, en los cinco continentes. Estos hombres y mujeres valientes son signo de una humanidad que no se deja contagiar por la malvada cultura de la indiferencia y el descarte: lo que mata a los migrantes es nuestra indiferencia y esa actitud de descartar.  Y quienes no pueden estar como ellos «en primera línea», - pienso en tantos buenos que están ahí en primera línea, como Mediterranea Saving Humans y tantas otras asociaciones - no están excluidos de esta lucha por la civilización: nosotros no podemos estar en primera línea, pero no estamos excluidos; hay muchas formas de contribuir, ante todo la oración. Y os pregunto a vosotros: ¿Vosotros rezáis por los migrantes, por los que vienen en nuestras tierras para salvar la vida? Y “vosotros” queréis echarles.

Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas, para que los mares y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir caminos de libertad y fraternidad.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor por tantas personas que se ven obligadas a dejar sus hogares en busca de un porvenir, y por quienes los reciben y acompañan, devolviéndoles la esperanza y abriendo nuevos caminos de libertad y fraternidad. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa, Consuelo de los migrantes, los cuide. Muchas gracias.

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy he querido hacer un paréntesis en nuestro ciclo de catequesis habitual para que podamos reflexionar sobre la realidad de tantas personas que tienen que dejar su tierra buscando un lugar donde poder vivir en paz y con mayor seguridad. En los testimonios de migrantes que he escuchado se repiten con frecuencia las palabras “mar” y “desierto”. Lamentablemente, los mares y los desiertos de las rutas migratorias son lugares donde mueren muchas personas y, por eso, —como dije en otras ocasiones— se han convertido en cementerios.


También en la Biblia el mar y el desierto son lugares de sufrimiento, de miedo, de desesperación; pero, al mismo tiempo, son pasajes que el pueblo debe atravesar para alcanzar la libertad y el cumplimiento de las promesas de Dios. Por eso, unamos nuestras fuerzas para que estos lugares sean “de paso” —sean siempre de paso— para los migrantes, es decir, que sean vías de acceso seguras, donde se combata la trata de personas y se construya un futuro de esperanza para toda la humanidad.

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