jueves, 27 de junio de 2024

Jueves de la XII Semana del Tiempo Ordinario

Primera Lectura

Lectura del segundo libro de los Reyes (24,8-17):

Cuando Jeconías subió al trono tenía dieciocho años, y reinó tres meses en Jerusalén. Su madre se llamaba Nejustá, hija de Elnatán, natural de Jerusalén. Hizo lo que el Señor reprueba, igual que su padre. En aquel tiempo, los oficiales de Nabucodonosor, rey de Babilonia, subieron contra Jerusalén y la cercaron. Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó a Jerusalén cuando sus oficiales la tenían cercada. Jeconías de Judá se rindió al rey de Babilonia, con su madre, sus ministros, generales y funcionarios. El rey de Babilonia los apresó el año octavo de su reinado. Se llevó los tesoros del templo y del palacio y destrozó todos los utensilios de oro que Salomón, rey de Israel, había hecho para el templo según las órdenes del Señor. Deportó a todo Jerusalén, los generales, los ricos –diez mil deportados–, los herreros y cerrajeros; sólo quedó la plebe. Nabucodonosor deportó a Jeconías a Babilonia. Llevó deportados, de Jerusalén a Babilonia, al rey y sus mujeres, sus funcionarios y grandes del reino, todos los ricos –siete mil deportados–, los herreros y cerrajeros –mil deportados–, todos aptos para la guerra. En su lugar nombró rey a su tío Matanías, y le cambió el nombre en Sedecías.

Palabra de Dios

Salmo 78,R/. Líbranos, Señor, por el honor de tu nombre

 Santo Evangelio según san Mateo (7,21-29):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquel día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?» Yo entonces les declararé: ‘Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados.» El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente.»

Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los escribas.

Palabra del Señor

Compartimos:

Esta semana vamos de refranes. El de hoy es: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Dicho con otras palabras, que ser cristiano no consiste en pasarse el día metido en la Iglesia rezando y rezando. Que el partido del Evangelio no se juega en la contemplación mística sino en los brazos abiertos al hermano que sufre y que a nuestro lado necesita nuestra ayuda.


Entonces, ¿es que no tiene sentido orar? ¿No tiene sentido ir a la Iglesia y participar en la Eucaristía? Ciertamente todo eso tiene sentido y mucho sentido pero en tanto que no es fin sino medio. Tiene sentido en tanto que nos lleva fuera de esos muros del templo –donde a veces nos sentimos muy bien y seguros–, hacia la vida y los hermanos y la calle y nos compromete en la construcción del Reino de Dios, en el trabajo por la justicia y la fraternidad. Es ahí en medio de la imperfección, del barro de la vida, donde tenemos que dar el do de pecho los cristianos. Por eso, el refrán de hoy, “A Dios rogando y con el mazo dando”, se entiende perfectamente en el marco de las palabras de Jesús.


Poner el centro de nuestra vida cristiana en esos momentos íntimos de encuentro con el Señor, en la oración silenciosa y pacífica, es una equivocación. Repito que la jugada está fuera. En el encuentro con los hermanos y en el compromiso, el mismo que guio a Jesús toda su vida, por el Reino, por la fraternidad, por convocar y hacer realidad la familia de los hijos e hijas de Dios, el Padre que nos ama sin distinción.


En ese compromiso es donde se edifica sólidamente nuestra vida cristiana. A partir de ahí, el encuentro con los hermanos en la celebración de la Eucaristía será ocasión y motivo para reiterar y reforzar nuestro compromiso con el Reino. Comulgar el cuerpo de Cristo será comulgar con él y hacer nuestro su compromiso de vida. No se tratará tanto de pedirle qué puede hacer él por nosotros sino de mirar qué podemos hacer nosotros por él. Porque nosotros somos sus manos y sus brazos y sus pies, su corazón y su mente. Es decir, sus testigos en el mundo de hoy. No entrar por este camino es edificar nuestra casa sobre arena: al primer viento, la casa se hundirá y nos quedaremos sin nada.

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