Primera Lectura
Lectura de la carta del libro del Génesis (3, 9-15. 20):
El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: «¿Dónde estás?».
Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí».
El Señor Dios le replicó: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?».
Adán respondió: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí».
El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Qué has hecho?».
La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí».
El Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón». Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven.
Palabra de Dios
Salmo 86, R/. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de Dios!
Santo Evangelio según san Juan (19, 25-34):
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca.
Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Palabra del Señor
Compartimos:
Una buena forma de reanudar el tiempo ordinario, después de la Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua. Después de recibir el Espíritu Santo, impulsados por ese fuego abrasador, se nos presenta para la reflexión a Santa María, Madre de la Iglesia.
Desde 2018, el Papa Francisco fijó la memoria de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, en el lunes siguiente a la solemnidad de Pentecostés, el día en que nace la Iglesia. Se nos recuerda que la maternidad divina de María se extiende, por voluntad del mismo Jesús, a todos los hombres, así como a la Iglesia.
Es lo que el Evangelio de Juan hoy nos narra. Al pie de la cruz, varias mujeres, y el Discípulo amado. De alguna manera, vemos a María fiel desde el principio hasta el final. Aquel “sí” que dio un día, ya lejano, en Galilea, aceptando la voluntad de Dios, se confirma especialmente en esos momentos tan duros, cuando la profecía de Simeón – una espada de dolor te atravesará el corazón – se hace realidad.
Lo que las lecturas de hoy nos recuerdan es la unión entre la madre de la humanidad y la Madre de la Iglesia. De la primera Eva, que nos trae la calamidad al mundo, a la nueva Eva, madre de la Iglesia.
El caso es que todo lo bueno, todo lo que Dios hizo bien, muy bien, comienza a estropearse por culpa del desordenado deseo de ser como Dios. Por ese deseo, la espiral de la mentira no deja de crecer. Nadie quiere reconocer su error, y, cual Poncio Pilatos cualquiera, se lavan las manos y echan la culpa a otro. Es algo que nos suena, quizá. Cuesta aceptar la propia limitación, reconocer que no todo lo hacemos bien y que en ocasiones nos equivocamos o, en términos religiosos, pecamos. Se rompe el vínculo entre el hombre y Dios. La deuda originada por este “pecado original” es tan grande, que sólo la intervención del mismo Dios puede reparar la situación.
La muerte en la cruz del Dios – hombre es la manera de pagar por esa deuda infinita. La crucifixión de Jesús permite rellenar el abismo que separaba al hombre de Dios. Desde ese momento, volvió la esperanza a la humanidad. Y, como no podía ser de otra manera, la Virgen María está en el centro de los acontecimientos. Antes de morir, Jesús confía a su Madre al Apóstol amado, y, por extensión, a toda la Iglesia. La Madre de Cristo se convierte en la Madre de la Iglesia. En nuestra Madre. Eso es otro motivo para la esperanza, porque no hay mejor abogado que una madre amorosa.
En todo caso, la Liturgia nos recuerda, con periodicidad que, incluso en los peores momentos, de alguna manera, Dios se ocupa de nosotros. A través de la comunidad, de los sacramentos, de la oración, de la intercesión de la Virgen María, de los méritos del mismo Jesús, siempre escucha nuestras súplicas, incluso las que no nos atrevemos a formular, e intenta que nuestra voluntad acepte y encaje en sus planes. Que son siempre para nuestro bien.
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