miércoles, 3 de abril de 2024

Miércoles de la Octava de Pascua

Primera lectura

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (3,1-10):

En aquellos días, Pedro y Juan subían al tempo, a la oración de la hora nona, cuando vieron traer a cuestas a un lisiado de nacimiento. Solían colocarlo todos los días en la puerta del templo llamada «Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban. Al ver entrar en el templo a Pedro y a Juan, les pidió limosna. Pedro, con Juan a su lado, se quedó mirándolo y le dijo:

«Míranos».

Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pero Pedro le dijo:

«No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda».

Y agarrándolo de la mano derecha lo incorporó. Al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos, se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios. Todo el pueblo lo vio andando y alabando a Dios, y, al caer en la cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado en la puerta Hermosa del templo, quedaron estupefactos y desconcertados ante lo que le había sucedido.

Palabra de Dios

Salmo 104,R/. Que se alegren los que buscan al Señor

Secuencia

Ofrezcan los cristianos

ofrendas de alabanza

a gloria de la Víctima

propicia de la Pascua.


Cordero sin pecado

que a las ovejas salva,

a Dios y a los culpables

unió con nueva alianza.


Lucharon vida y muerte

en singular batalla,

y, muerto el que es la Vida,

triunfante se levanta.


«¿Qué has visto de camino,

María, en la mañana?»

«A mi Señor glorioso,

la tumba abandonada,


los ángeles testigos,

sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras

mi amor y mi esperanza!


Venid a Galilea,

allí el Señor aguarda;

allí veréis los suyos

la gloria de la Pascua.»


Primicia de los muertos,

sabemos por tu gracia

que estás resucitado;

la muerte en ti no manda.


Rey vencedor, apiádate

de la miseria humana

y da a tus fieles parte

en tu victoria santa.

Santo Evangelio según san Lucas (24,13-35):

Aquel mismo día, el primero de la semana, dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos setenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.

Él les dijo:

«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».

Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:

«¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado estos días?».

Él les dijo:

«¿Qué».

Ellos le contestaron:

«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana la sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».

Entonces él les dijo:

«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria».

Y, comenzado por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.

Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:

«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».

Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista.

Y se dijeron el uno al otro:

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».

Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:

«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».

Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra del Señor

Compartimos:

Reconocer el gesto (Lc 24:13-35)

Llevaba un rato caminando con ellos, preguntando y comentando. Pero tienen un velo y no lo reconocen.  ¿Qué cosas han sucedido? Pregunta un pretendidamente perplejo Jesús. ¡Cómo si no lo supiera de sobra! Y la pregunta podría ser también para nosotros: ¿por qué cosas andáis preocupados por el camino? Tantas cosas. Los de Emaús no reconocían ni preguntas ni gestos… pero sí sentían un ardor creciente en el corazón. Y solo tenían una pregunta: ¿quién será este desconocido? Habían oído su voz muchas veces, conocían su manera de andar, sus expresiones faciales. Pero es únicamente un gesto, tantas veces repetido, es el que les hace reconocerle. Y es sencilla y únicamente el gesto de partir el pan. Dio gracias, bendijo, partió, se lo dio… Eran gestos comunes en el judaísmo, pero, en boca y manos del que es el Pan verdadero, eran totalmente singulares. Sólo él podía hacer esos gestos. Porque en él, eran reales Lo reconocieron en el partir el pan. Se cayó el velo de los ojos, reconocieron la razón del ardor del corazón al escuchar su voz. Es decir, reconocieron la razón y el centro de su vida, o más bien, reconocieron la Vida.


Reconocer el gesto es, de alguna manera, reconocerse a uno mismo, su historia y su identidad. Decían los primeros cristianos que sin la Eucaristía “no somos”. No hay existencia ni identidad fuera de la vida en Cristo. Y, al dar la comunión, se decía: “Recibe lo que eres; conviértete en lo que recibes”, que ahora se resume en “El Cuerpo de Cristo (guarde tu alma para la vida eterna)”.  La Eucaristía es centro y culmen de toda la vida cristiana. Reconocer el gesto obliga a repetirlo : dar gracias, bendecir, partir y repartir. En esto se cifra toda la vida, porque es la Vida la que se nos da. Vivir eucarísticamente significará entonces dar gracias siempre y en todo lugar; bendecir, decir bien, que es hacer bien; partirse y repartirse para que otros lleguen a esa misma vida.

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