En París conoció al que se convertiría en su discípulo más famoso y también santo, Tomás de Aquino. Desde 1248 fue destinado a Colonia, la ciudad a la que ha quedado asociado su nombre y donde pasó el resto de su vida, siendo obispo de Regensburg durante tres años, hasta que dimitió del cargo. Siguiendo la regla de su orden, llevaba una vida austera; se negaba a desplazarse a caballo y recorría su diócesis a pie. Falleció en Colonia el 15 de noviembre de 1280, después de una vida en la que compaginó la teología y su labor religiosa con una curiosidad enciclopédica por la ciencia.
Como visión general de su pensamiento y obra, sus aportaciones más importantes pueden resumirse en dos líneas muy relacionadas entre sí. Por un lado, fue el gran valedor de Aristóteles, hasta el punto de que una gran parte de la doctrina del pensador griego ha llegado hasta nosotros gracias a él. Curiosamente, y aunque hoy conocemos la filosofía científica de la Iglesia católica como tradicionalmente aristotélica, no era así antes de san Alberto Magno; de hecho, por entonces los textos de Aristóteles estaban incluso prohibidos por instituciones católicas.
En segundo lugar, y al convencer a sus contemporáneos de que el pensamiento del filósofo clásico explicaba el mundo de forma compatible con la doctrina cristiana, hizo algo más: según publicaba la revista Nature en 1932 con motivo de la canonización, “Alberto el Grande rompió las cadenas que mantenían la ciencia natural en las manos de los no creyentes”; así, puede decirse que su papel fue crucial para abrir la Iglesia a la ciencia, lo que entonces equivalía a llevar la ciencia a la sociedad. Fue, en términos actuales, un gran influencer de su tiempo, lo que inmortalizó su nombre en las páginas de La divina comedia de Dante, un honor reservado a pocos.
A través de Aristóteles, Alberto se introdujo en todo el espectro más amplio de las ciencias naturales, que comenzó a recopilar en sus escritos: astronomía, geografía, física, química, mecánica, óptica, mineralogía, zoología, botánica, antropología, fisiología o medicina, además de sus trabajos en otras áreas como teología, matemáticas, metafísica, música, arquitectura, leyes o incluso el amor y la amistad. Discutió la estructura del universo y de la materia, el movimiento de los astros y de los cuerpos, el funcionamiento de la luz y el calor, clasificó un centenar de minerales y múltiples especies vegetales, realizó un minucioso trabajo como naturalista y reunió el conocimiento sobre las propiedades terapéuticas de las plantas, entre otros muchos empeños. Sus obras hoy ocupan 38 volúmenes gruesos que cubren prácticamente todo el conocimiento de su época.
FUNDADOR Y PATRÓN DE LA QUÍMICA
Merece un especial comentario su trabajo en alquimia, ya que la ciencia química tiene al personaje como uno de sus padres fundadores. Y sin embargo, muchas de las obras sobre alquimia que en su momento se le adjudicaron se descubrieron posteriormente como pertenecientes a otros autores. La leyenda incluso le atribuye el hallazgo de la piedra filosofal —capaz de convertir metales en oro—, que habría entregado a su pupilo Tomás. Lo cierto es que los estudiosos actuales cuestionan que realmente llevara a cabo extensos experimentos alquímicos, y más bien restringen sus aportaciones en la materia a sus comentarios sobre Aristóteles. Con todo, en su haber permanecen el descubrimiento del arsénico y de la capacidad fotosensible del nitrato de plata que siglos después daría origen a la fotografía.
Pero, naturalmente, y si Aristóteles estaba equivocado en muchos aspectos de su interpretación de la naturaleza, también lo estuvo Alberto. Su cosmología geocéntrica compuesta por esferas anidadas era del todo errónea, no existen la influencia de los astros en las personas ni las propiedades de las piedras en las que él creía, sus observaciones sobre las plantas y su modo de reproducción eran confusas y equivocadas, los unicornios no existen… Es cierto que no existe ninguna contribución singular, única y significativa que le conceda a san Alberto Magno un nicho particular en la historia cronológica de los grandes avances científicos; en ocasiones su figura está rodeada de leyendas, como la que también le atribuye la construcción de un autómata capaz de moverse y hablar que su pupilo Tomás, horrorizado al encontrárselo, habría destrozado a estacazos.
Sin embargo, su trabajo verificado tampoco se limitó al de un enciclopedista erudito, sino que también emprendió sus propias investigaciones, las cuales le llevaron por la senda de numerosos pequeños avances, como la primera observación de órganos en los embriones, la sistematización de los minerales o la idea de que la velocidad de la luz era finita. En definitiva, quizá el estatus de san Alberto Magno como un gran descubridor científico pueda discutirse, pero no su vocación como hombre de ciencia. Tal fue su avidez de conocimiento que de él escribió Pío XI: “Todo lo que podía saberse, él lo sabía”. Se ha dicho que fue el último hombre que lo sabía todo, y su título de Doctor Universalis —es uno de los 36 Doctores de la Iglesia— refleja perfectamente su condición.
Pero una constante de los científicos ha sido cómo las respuestas han dejado al descubierto nuevas preguntas que incitan a seguir indagando. Y esta cualidad estaba muy presente en Alberto el Grande. Por ello, tal vez la mayor deuda de gratitud que la ciencia pueda tener hacia él sea por haber actuado como impulsor del conocimiento en una época científicamente inmovilista, la Edad Media, en la que prácticamente todo aún estaba por saber. Como patrocinador de la ciencia en tiempos en que todavía no se comprendía bien su necesidad, merece sobradamente el patronazgo que se le concedió. Y que se resume en una frase que hoy puede parecernos elemental, pero que para el siglo XIII era enormemente atrevida, incluso subversiva: “La ciencia no consiste simplemente en creer lo que nos cuentan, sino en indagar en la naturaleza de las cosas”.
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