martes, 19 de septiembre de 2023

Martes de la 24ª semana de Tiempo Ordinario

Primera lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (3,1-13):

Es cierto que aspirar al cargo de obispo es aspirar a una excelente función. Por lo mismo, es preciso que el obispo sea irreprochable, que no se haya casado más que una vez; que sea sensato, prudente, bien educado, digno, hospitalario, hábil para enseñar; no dado al vino ni a la violencia, sino comprensivo, enemigo de pleitos y no ávido de dinero; que sepa gobernar bien su propia casa y educar dignamente a sus hijos. Porque, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios quien no sabe gobernar su propia casa? No debe ser recién convertido, no sea que se llene de soberbia y sea por eso condenado como el demonio. Es necesario que los no creyentes tengan buena opinión de él, para que no caiga en el descrédito ni en las redes del demonio. Los diáconos deben, asimismo, ser respetables y sin doblez, no dados al vino ni a negocios sucios; deben conservar la fe revelada con una conciencia limpia. Que se les ponga a prueba primero y luego, si no hay nada que reprocharles, que ejerzan su oficio de diáconos. Las mujeres deben ser igualmente respetables, no chismosas, juiciosas y fieles en todo. Los diáconos, que sean casados una sola vez y sepan gobernar bien a sus hijos y su propia casa. Los que ejercen bien el diaconado alcanzarán un puesto honroso y gran autoridad para hablar de la fe que tenemos en Cristo Jesús.

Palabra de Dios

Salmo  100 R/. Danos, Señor, tu bondad y tu justicia

santo Evangelio según san Lucas (7,11-17):

En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»

Acercándose al ataúd, lo tocó y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces dijo Jesús: «Joven, yo te lo mando: levántate.»

Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»

La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.

Palabra del Señor

Compartimos:

El Evangelio de hoy dice que Jesús sintió “lástima” al ver a la viuda que llevaba a enterrar a su hijo. No es una palabra que hoy tenga mucha prestancia. Parece que no está de moda. Pero no es más que una forma de hablar de “empatía”. Diría que lástima, compasión, empatía son las grandes virtudes de Jesús. Una característica de su carácter, que, como todo en Jesús, nos manifiesta el modo de ser de Dios. Dios empatiza con nosotros. Tiene compasión de nosotros. Dicho de otro modo es capaz de sentir con nosotros, de experimentar nuestros mismos sentimientos de dolor, de alegría, de duda, de confusión, de ira. Dios sabe lo que sentimos y está con nosotros. Es capaz de comprendernos no como quien analiza un objeto en el microscopio sino como quien se acerca y mira en lo profundo y es capaz de ponerse en los pies del otro. Así es Jesús. Y así es el Dios que se nos manifiesta en Jesús.

Empatizar, sentir de esa manera con el otro, debería ser –seguro que ya es– una de las características más fundamentales y básicas de nuestra vida cristiana. Al otro somos capaces de mirarle a los ojos, vemos su realidad, su ser persona, su dignidad. El otro no es una cosa, una masa con la que nos tropezamos sino una persona, un hijo o hija de Dios, un hermano o hermana. Ante esa relación no importa su ideología, su religión, su raza, su tendencia sexual. Ni siquiera importa su pecado (¿quién soy yo para decir que el otro es pecador?). Es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Al otro le miro a los ojos y comprendo lo que está pasando. Empatizo. Sus alegrías son las mías. Sus penas me duelen a mí. Y a partir de ahí actúo, movido, como Jesús, por la lástima, por la compasión.

Igual no podemos hacer un milagro como Jesús. No podemos devolver la vida a los muertos. Pero podemos, con seguridad, acompañar, escuchar, estar atentos a las necesidades de los que nos rodean. No se trata de dar dinero, de compartir nuestros bienes, aunque a veces sí será necesario. Primero es el tiempo, la compañía, la cercanía, la escucha. Y estoy seguro de que ahí podemos estar todos, como Jesús, llenos de compasión. Sin mirar para otro lado, que está feo en hermanos.


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