Monseñor Aguirre me dice que la respuesta de Jesús a los que lo crucificaban, su capacidad de perdón, es lo único que pone en crisis nuestra comprensible cólera, lo que nos permite atisbar otro camino. La historia entera de la comunidad cristiana de Bangassou (como la de tantos otros lugares) demuestra hasta qué punto eso es verdad
Tenía ganas de hablar de nuevo con el obispo de Bangassou, Juan José Aguirre, sobre todo tras leer su impresionante carta (como aquellas cartas apostólicas que comunicaban la vida de las iglesias en los primeros siglos de la Iglesia) relatando la Semana Santa y el inicio de la Pascua vividos en la misión de Bakouma, que fue devastada por los guerrilleros seleka el pasado 31 de diciembre, provocando la estampida de miles de personas que salieron con lo puesto en busca de un lugar seguro.
La línea telefónica con Bangassou es mala, pero no impide sentir la resolución del obispo en este momento extraño para su pueblo, y digo extraño porque, teóricamente, se ha abierto una esperanza para la República Centroafricana con la firma de los Acuerdos de Jartum entre el Gobierno y 14 grupos armados el pasado mes de febrero. Pero Aguirre desconfía de unos Acuerdos que, en el fondo, han premiado a los señores de la guerra que desde hace años avasallan a su pueblo.
Pero volvamos a Bakouma. Los mercenarios musulmanes seleka dejaron tras de sí un paisaje de muerte, saqueo y destrucción, el que encontró Juan José Aguire cuando llegó para celebrar el Domingo de Ramos. La gente había ido regresando con cuentagotas y la iglesia estaba atestada para escuchar el relato de la Pasión. El obispo no esconde que allí se palpaba una tremenda cólera acumulada contra los criminales que han despojado de todo a la pobre gente, que la han humillado, y que una vez más han quedado completamente impunes. Esa cólera puede ser como un río que se desborda, y en la voz quebrada de Aguirre uno advierte el inicio de ese desbordamiento.
Entonces le pregunto sobre la afirmación que he marcado en rojo en su carta: «Cristo es la contraseña para entender todo lo que nos ha pasado». Me responde que su gente sabe que si la fe no sirve para atravesar estas circunstancias dramáticas, entonces no sirve para nada. Y me dice que la respuesta de Jesús a los que lo crucificaban, su capacidad de perdón, es lo único que pone en crisis nuestra comprensible cólera, lo que nos permite atisbar otro camino. La historia entera de la comunidad cristiana de Bangassou (como la de tantos otros lugares) demuestra hasta qué punto eso es verdad. Ellos han visto mil veces cómo los poderes del mal derriban obras amasadas con amor, paciencia y sufrimiento. Es verdad, como escribe Aguirre, que «los pobres del Señor» claman a su Dios, pero la rabia tarda meses en disiparse. Y sin embrago hay otra cosa, hay una semilla arraigada en el corazón del buen pueblo cristiano, que no se deja desarraigar por bestiales que sean la injusticia y la violencia.
No hay separación entre la fe invencible del obispo Aguirre en Jesucristo y su análisis afilado y sin anestesia de las circunstancias que debe atravesar su gente. Me habla con amargura de unos Acuerdos que han colocado a los lobos (los señores de la guerra que siguen controlando el 80 % del país) para asegurar la paz del rebaño, que les han premiado con puestos bien remunerados en el gobierno y no les han reclamado nada por haber masacrado a la población como alimañas. Con su realismo cristiano, dice que quizás se pueda avanzar algo en esta nueva situación, pero que también puede suceder que los lobos vuelvan a lo suyo, a devorar el rebaño.
En las semanas pasadas ha llovido en Bakouma y la tierra está esponjada, esperando una simiente que no llega porque los bandidos han arramblado con todo. Aun así, la gente confiesa su fe en la resurrección de Cristo. «Seguramente no podremos torcer los acontecimientos –me confiesa al final de la conversación–, pero con el Señor podremos vivir, venga lo que venga». Entiendo la densidad que tiene en sus labios la palabra «vivir»: en este vivir cada día sin ceder a la prepotencia del mal está el signo seguro de que Cristo ya ha vencido. A la espera de que al final, insiste, sólo al final, «los pobres vencerán y los violentos serán derrotados».
José Luis Restán
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