martes, 22 de agosto de 2023

FRANCISCO DE VITORIA, PADRE DEL DERECHO

Su pensamiento sentó los fundamentos del derecho, abrió las puertas al pensamiento filosófico que sustentó la posterior Ilustración y adelantó en siglos a los derechos humanos.

En 1492, España había encontrado América. El último reino musulmán en la Península Ibérica había capitulado y la monarquía aragonesa logró finiquitar la influencia francesa en el sur de Italia poco tiempo después. Las alianzas matrimoniales dieron paso a uno de los imperios más poderosos que han existido en la Historia, el de la Monarquía Hispánica. Mientras aventureros, también maleantes, se aventuraban en inciertas expediciones por el nuevo continente en busca de bienes profanos, Salamanca se encontraba sumida en crisis.


En Europa, la respuesta a la influencia española estaba siendo, antes que militar, intelectual. El Renacimiento comenzó a instalarse en el continente, la ciencia y la filosofía estaban floreciendo a merced de la razón. La fe y las doctrinas religiosas comenzaron a ser severamente discutidas por pensadores como Étienne de la Boétie, quienes anticiparon, junto con Michel de Montaigne, Galileo o Pascal, el movimiento Ilustrado que habría de agitar para siempre a la civilización occidental.

Sin embargo, fue un fraile dominico burgalés quien revitalizó la universidad salmantina y un legado humanista de calado. Francisco de Vitoria inspiró en su época y en las posteriores. Defendió el realismo que se haría fuerte en Europa tiempo después y fundó la Escuela de Salamanca, dotando a la universidad castellana de un renovado vigor. Pero fue su legado como jurista el que terminó asentando las bases de una crítica al poder establecido, los derechos humanos y del individuo y una reformulación humanista de la economía.


Nacido en Burgos en 1483, Francisco de Vitoria ingresó con veintidós años en la Orden de Predicadores. Allí, de la mano de los dominicos, recibió una educación suficiente para ser promocionado a París, donde estudió, impartió sus primeras clases y consiguió su doctorado. Tuvo que esperar hasta 1526 cuando consiguió la cátedra de Teología en la Universidad de Salamanca.

Es en este momento, en el que obtiene un puesto de relevancia, cuando Francisco de Vitoria despliega su esplendor como filósofo y teólogo. En sus clases introdujo la obra de Santo Tomás de Aquino persiguiendo, quizás en un primer instante, una revitalización de la escolástica frente al nominalismo, que se había adueñado de esta corriente de pensamiento, en especial tras las aportaciones de pensadores como Guillermo de Ockham y Juan Duns Escoto. No obstante, esta inclinación inicial fue desarrollándose tanto más filosófica y racionalista que teológica y aferrada al abanico de interpretaciones de la doctrina cristiana.

La causa fue, precisamente, el peculiar contexto español. Ya en 1511, otro fraile dominico, Antonio de Montesinos, denunció el maltrato al que expedicionarios y encomenderos sometían a numerosos indígenas. La evangelización del Nuevo Mundo y de sus habitantes que habían de considerarse iguales a los europeos conforme la fe de Cristo se estaba viendo perjudicada por la lejanía de la metrópoli hasta las nuevas tierras y la mano izquierda que desde la monarquía se les tendía a los nuevos señores de las Américas. Comenzó así un encarnizado debate político y filosófico que entroncó el siglo XVI. ¿Eran los nativos merecedores de los mismos derechos que los peninsulares? ¿Podían ser esclavizados, incluso sin haber sido bautizados? ¿Dónde quedaba el límite de la condición humana y del mandato de Jesús de Nazaret, que acogió al gentil y protegió al desamparado? ¿Acaso la guerra podía justificarse en nombre de Dios, de la conquista o de cualquier inclinación mundana y pecaminosa?


En busca de responder a estas preguntas la investigación de Francisco de Vitoria trascendió su momento histórico para ofrecer un fecundo legado posterior. Estas respuestas fueron recogidas en gran medida de las lecciones que el filósofo burgalés ofreció a sus alumnos durante sus clases.


Estaban en vigor unas ordenanzas revolucionarias en tanto al inmenso avance civilizatorio que representaban para su época, las Leyes de Burgos, en las que se abolió la esclavitud indígena y subrayó la igualdad como súbdito del monarca hispánico tanto del indígena americano como del habitante peninsular. En De Indis, Vitoria defendió la igualdad de los nativos y la potestad para poseer y administrar sus tierras. La idea jurídica del «derecho de gentes» cobró fuerza y fue hilada a la siguiente cuestión, si podía haber guerra justa. El dominico determinó que toda violencia ejercida contra un semejante por diferencias de fe o por dominación era insostenible.

Y es que Francisco de Vitoria actualizó la visión de Tomás de Aquino, quien sí diferenciaba la idea de la guerra justa, abolida por Juan XXIII en el siglo XX. El razonamiento es el siguiente: si todo ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, posee libre albedrío y toda la tierra y bienes naturales estaban a la libre disposición de los individuos, ni las creencias ni la dominación sobre las posesiones ajenas pueden aceptarse. Todo ser humano, en consecuencia, sea cual sea su raza, credo o pensamiento, grado de posesión de bienes o modelo de sociedad tiene derecho a existir y a ser respetado en su dignidad humana, común por voluntad divina. Estos principios, recogidos en De iure belli, siguen vigentes hoy en día y forman parte del diálogo intelectual que siglos más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, dio lugar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948.


Si todos los seres humanos son iguales ante Dios (y, en consecuencia, ante el resto de sus semejantes) y ninguna guerra ofensiva puede ser justificable debería ser posible salvar las diferencias entre culturas, religiones e intereses políticos mediante la diplomacia y las leyes, extendidas más allá del ámbito estatal. Con su obra De potestate civilii, Vitoria adelantó el derecho internacional, inspirando el trabajo a este respecto del neerlandés Hugo Grocio y del alemán Samuel Freiherr von Pufendorf, además de oponerse a la doctrina de Nicolás Maquiavelo, de gran influencia entre unas monarquías europeas que veían amenazadas sus dominios por el poder español.


Pero el pensamiento de Francisco de Vitoria también tuvo dos consecuencias más: negar el poder estamental y aristocrático de la monarquía y sus beneficiarios, como expresó en Relectio prior de Indis recentes inventis en 1539, y establecer una revisión de la economía. En este último aspecto, Carlos I y los ricohombres de Centroeuropa habían fortalecido a la banca alemana, estrechamente ligada a los Principados, a la Liga Hanseática y sus riquezas. La nobleza de inspiración medieval, por su parte, apuraba las rentas y la explotación de los súbditos, estancando la productividad y negando la capacidad natural humana para procurarse bienestar y riqueza. De esta manera, Vitoria defendió que la libertad de los productos humanos, como los bienes, tierras, ideas o riquezas, estaba vinculada a la de las personas. Para el dominico, la acumulación de bienes y la especulación del mercado mediante la alteración de las leyes de oferta y de demanda son inmorales y un pecado que desde el gobierno de la ley y de la fe debía perseguirse.


El legado que sustentó un mundo nuevo

La grandeza del pensamiento de Francisco de Vitoria fue la capacidad del filósofo español para desprenderse de las doctrinas teológicas cristianas y extraer el legado universal de las enseñanzas cristianas. Sus lecciones y la difusión de sus obras y recopilaciones de clases recorrieron Europa y asentaron la Escuela de Salamanca, un grupo de eruditos, estudiantes y estudiosos del pensamiento de Vitoria, que durante el siglo posterior continuarían su trabajo y gozarían de gran influencia dentro y fuera de la Iglesia Católica.

La renovación del derecho humano, al que dotó de un alcance individual y trascendente, pues no dependía de la voluntad de hombres poderosos, sino que había sido otorgada en el acto mismo de nacer, aportó un soplo de aire fresco en el pensamiento de pensadores como Michel de Montaigne, Erasmo de Rotterdam o Giordiano Bruno y, más adelante, Voltaire, John Locke, Rousseau, Diderot y los ilustrados, ya desde una óptica desprendida de toda postura teológica que apoyase los fundamentos racionales inaugurados por Vitoria.


En economía, Martín de Azpilcueta, discípulo de Francisco de Vitoria, asentó los fundamentos de la teoría cuantitativa del dinero y una formulación sobre los flujos de la riqueza que dio lugar a la economía clásica de la mano de David Hume y su crítica al mercantilismo, de Juan Bodin y Adam Smith, entre otros.


En vida, Vitoria gozó de un respeto intelectual que traspasó las diferencias que creó con los muy diversos círculos de poder a través de sus ideas. De hecho, el propio emperador Carlos I contó con su opinión y la de Bartolomé de las Casas tanto para cuestiones políticas como económicas y teológicas. También marcó la política posterior contra la esclavitud y el abuso sobre los indígenas con las Leyes Nuevas y las Leyes de Indias, que actualizaron las ordenanzas de Burgos, rubricadas por Fernando II de Aragón.


Aún hoy en día, la figura del pensador burgalés sigue siendo ampliamente reconocida y valorada. Tanto es así que la Sala del Consejo de la ONU, en el Palacio de las Naciones de Ginebra, Suiza, lleva su nombre en reconocimiento a su defensa del derecho internacional, del respeto entre personas y culturas y del acercamiento de un concepto, el de «humanidad», que aún hoy nos sigue pareciendo lejano, fragmentario y difícil de aceptar.

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