domingo, 23 de agosto de 2020

NOS URGE EL AMOR

Es posible que suene extraño a algunos oídos afirmar que el cristianismo no apareció en el mundo para resolver la cuestión social, sino para enseñar a los hombres cuál es su dignidad de hijos de Dios y cómo alcanzar su destino eterno. Ciertamente la salvación (salus) eterna no puede concebirse a espaldas de la salud íntegra del ser humano, lo que incluye su existencia temporal. Pero es que, al anunciar el Evangelio de la salvación al hombre, la Iglesia sienta las premisas cuyas conclusiones son la respuesta, no sólo a la cuestión social, sino a todos los problemas y disensiones que hieren la dignidad humana y hacen penosa la existencia de millones de personas concretas. La razón de ello es que en la fe cristiana late un germen divino, la caridad, que puede vencer al egoísmo y configurar una civilización del amor y de la vida entre los hombres.

Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, precisaba una doble forma de responsabilidad de la Iglesia acerca de la justicia en el orden social.

Como tal, decía, la Iglesia tiene una tarea mediata, consistente en “contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni éstas pueden ser operativas a largo plazo.” (n. 29) El establecimiento de estructuras justas es cometido inmediato de la política, pero en la medida en que esto afecta al orden moral y se pone en juego el verdadero bien del hombre y su dignidad de persona, la Iglesia es una voz autorizada para iluminar el juicio político y para fundamentar y alentar los compromisos que exige el servicio al bien común.

Pero hay otro aspecto no menos esencial. Se trata de la obligada participación de los fieles laicos en la política. Los fieles laicos son también la Iglesia, y participan de su naturaleza y de su misión. A ellos corresponde específicamente actuar con iniciativa propia y penetrar de espíritu cristiano la mentalidad, las leyes y las estructuras del mundo en el que viven (Cfr. Gaudium et spes, n. 43).

Una buena definición del vínculo entre la Iglesia y el sujeto social que ha de hacerse presente y “jugársela” en la vida pública es la que narra el profesor Massimo Serreti: Durante los días que precedieron al reconocimiento de Solidaridad como sindicato legal, un obrero polaco en huelga de los astilleros de Danzig respondía así al periodista de la BBC que le preguntaba qué tenía que ver la Iglesia con todo aquello que estaba sucediendo. “La Iglesia no tiene nada que ver”, contestó. Y ante la insistencia del entrevistador, remachó que la Iglesia no había hecho nada, y que eran ellos, los obreros, los que habían empezado la protesta. Pero admitió que la Iglesia por su parte, le había engendrado a él y a sus compañeros.

La pertenencia a la Iglesia hace posible una experiencia común de lo humano, y desemboca en un reconocimiento compartido de que nada de lo auténticamente humano le resbala a quien ha sido despertado a la conciencia de su humanidad por Cristo. Y por eso hace todo lo que puede, urgido por un amor efectivo, porque todo lo humano verdaderamente le importa.

Señalaba el papa Benedicto en el mismo lugar que, como ciudadanos, corresponde a los laicos bautizados el deber inmediato de actuar en la instauración de un orden justo en la sociedad. Ellos, para quienes el mundo y la vida social son el ámbito y el medio de su vocación cristiana, “están llamados a participar en primera persona en la vida pública”. Su misión, añade, es “configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los demás ciudadanos de acuerdo con sus competencias respectivas y bajo su propia responsabilidad”. Termina señalando que su actividad política ha de ser “vivida como caridad social” (n. 29).

Así entendida, la actividad política de los bautizados no tiene como fin último el poder sino el servicio; adquiere el carácter de respuesta eficaz y concreta ante necesidades humanas inmediatas en situaciones determinadas. La actividad caritativa cristiana trasciende los planteamientos partidistas e ideológicos, no es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita (n. 31).

No se pretende con lo dicho negar la posibilidad o la conveniencia de adherirse a un partido o formación a título personal, siempre que sus principios y actuaciones sean compatibles con la fe y los valores morales y cristianos.

Las ideologías y la dictadura del relativismo

Las ideologías son concepciones del mundo y de la vida que buscan estrictamente el dominio, la propia instauración. Su motor es la eficacia y su ethos el pragmatismo y por ello no rehúyen el principio de que el fin justifica los medios. No tienen como referente la dignidad inviolable de toda persona, el logro del bien común y el respeto a la verdad, sino una voluntad de poder.

Por su parte, la inteligencia y la voluntad, la fe y el amor operantes que mueven la conciencia cristiana no buscan el poder como meta, sino la verdad y la comunión entre los seres humanos, con el fin de que el mundo sea realmente habitable y se convierta en lugar de encuentro entre el hombre y Dios. La historicidad y complejidad de la vida social requieren especial discernimiento para actuar políticamente de manera honesta y acorde con el orden moral.

Es importante advertir que el relativismo o pluralismo moral es falsamente invocado como base del sistema democrático; en realidad éste sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona.

El relativismo tiende por su propia dinámica a convertirse en un dogmatismo, puesto que rechaza toda otra visión como inmadura y superada por el dinamismo de la razón humana. Paradójicamente, el relativismo moral, que pasa por ser fundamento de la tolerancia social, esconde un nihilismo de fondo que se traduce en última instancia en justificación de la violencia por parte de los más fuertes, ya que si no se reconoce a las cosas y a las personas un valor moral propio —en ello consiste el nihilismo— , si no existe por encima de la voluntad humana y de su capacidad de legislar un orden moral objetivo al que ésta deba someterse, ya no será la verdad sino la fuerza —en cualquiera de sus formas— la que determine el valor que deba asignase a cada cosa.

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