jueves, 12 de junio de 2025

Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

1ª Lectura (2Cor 3,15-4,1.3-6): 

Hermanos: Hasta hoy, cada vez que los israelitas leen los libros de Moisés, un velo cubre sus mentes; pero, cuando se vuelvan hacia el Señor, se quitará el velo. El Señor del que se habla es el Espíritu; y donde hay Espíritu del Señor hay libertad. Y nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.


Por eso, encargados de este ministerio por misericordia de Dios, no nos acobardamos. Si nuestro Evangelio sigue velado, es para los que van a la perdición, o sea, para los incrédulos: el dios de este mundo ha obcecado su mente para que no distingan el fulgor del glorioso Evangelio de Cristo, imagen de Dios. Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, predicamos que Cristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesús. El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo.

Palabra de Dios


Salmo responsorial: 84 R/. La gloria del Señor habitará en nuestra tierra.


Versículo antes del Evangelio (Jn 13,34): Aleluya. Un mandamiento nuevo os doy, dice el Señor: que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado. Aleluya.


Santo Evangelio (Mt 5,20-26):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.


»Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal’. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.


»Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».

Palabra  de Dios

Compartimos:

Hoy, Jesús nos invita a ir más allá de lo que puede vivir cualquier mero cumplidor de la ley. Aún, sin caer en la concreción de malas acciones, muchas veces la costumbre endurece el deseo de la búsqueda de la santidad, amoldándonos acomodaticiamente a la rutina del comportarse bien, y nada más. San Juan Bosco solía repetir: «Lo bueno, es enemigo de lo óptimo». Allí es donde nos llega la Palabra del Maestro, que nos invita a hacer cosas “mayores” (cf. Mt 5,20), que parten de una actitud distinta. Cosas mayores que, paradójicamente, pasan por las menores, por las más pequeñas. Encolerizarse, menospreciar y renegar del hermano no son adecuadas para el discípulo del Reino, que ha sido llamado a ser —nada más y nada menos— que sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16), desde la vigencia de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12).


Jesús, con autoridad, cambia la interpretación del precepto negativo “No matar” (cf. Ex 20,13) por la interpretación positiva de la profunda y radical exigencia de la reconciliación, puesta —para mayor énfasis— en relación con el culto. Así, no hay ofrenda que sirva cuando «te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti» (Mt 5,23). Por eso, importa arreglar cualquier pleito, porque de lo contrario la invalidez de la ofrenda se volverá contra ti (cf. Mt 5,26).


Todo esto, sólo lo puede movilizar un gran amor. Nos dirá san Pablo: «En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rom 13,9-10). Pidamos ser renovados en el don de la caridad —hasta el mínimo detalle— para con el prójimo, y nuestra vida será la mejor y más auténtica ofrenda a Dios.

miércoles, 11 de junio de 2025

Miércoles de la X Semana del Tiempo Ordinario

Primera Lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (3,4-11):

Esta confianza con Dios la tenemos por Cristo. No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo, como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva: no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida. Aquel ministerio de muerte –letras grabadas en piedra– se inauguró con gloria; tanto que los israelitas no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, por el resplandor de su rostro, caduco y todo como era. Pues con cuánta mayor razón el ministerio del Espíritu resplandecerá de gloria. Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón. El resplandor aquel ya no es resplandor, eclipsado por esta gloria incomparable. Si lo caduco tuvo su resplandor, figuraos cuál será el de lo permanente.

Palabra de Dios


Salmo 98,R/. Santo eres, Señor, Dios nuestro


Santo Evangelio según san Mateo (5,17-19):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el Reino de los Cielos.»

Palabra del Señor


Compartimos:

Este texto se nos puede atragantar un poco. ¿Es que Jesús nos está diciendo que para ser seguidores suyos tenemos que ser perfectos judíos, cumpliendo al detalle cada una de las normas que tenían? No lo creo. Hay que fijarse en que Jesús dice que no ha venido a abolir sino a dar plenitud. Ahí está clave. Jesús nos invita a dar un paso adelante. No se trata de abolir pero sí de superar. Con Jesús hay una nueva ley, que engloba y supera la anterior.


Quizá para entender mejor este texto tendríamos que hacer memoria y recordar aquel pasaje en que Jesús se encuentra con un hombre que le pregunta qué tiene que hacer para heredar la vida eterna (Mt 10,17-25). Jesús con mucha paz le pregunta si ya ha cumplido los mandamientos. El hombre responde que sí. Y entonces Jesús da un salto adelante. No basta con eso. Le hace falta algo más: primero, vender todos sus bienes y darlos a los pobres y luego seguir a Jesús. Dicho en otras palabras: liberarse de todo lo que le ata y, así, ligero de equipaje, convertirse en discípulo, emprender un nuevo camino, que ya no está marcado por los mandamientos sino por el Reino.


En el texto de hoy, con otras palabras Jesús nos invita a dar ese mismo paso. A superar la etapa de la ley y las normas para entrar en otra dimensión. Viene a ser lo que san Agustín expresó diciendo “ama y haz lo que quieras”. Podemos poner un ejemplo muy sencillo: podemos ir a misa el domingo porque es una ley de la iglesia o podemos ir a misa el domingo porque es la oportunidad gozosa de compartir con nuestros hermanos y hermanas de comunidad nuestra fe, escuchar juntos la Palabra y compartir el pan de la Eucaristía. Es lo mismo pero no es lo mismo.


Podemos ser cristianos preguntándonos todo el tiempo si esto es pecado o no es pecado. O podemos ser cristianos pensando en qué podemos hacer para construir unas relaciones humanas más fraternales y más justas, en definitiva, para ir haciendo del Reino una realidad en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean. Lo primero es quedarnos en la ley. Lo segundo es dar un salto adelante y vivir en la plenitud del Reino.

martes, 10 de junio de 2025

De la «Rerum Novarum» de León XIII, principios que son permanentes

Una de las notas más características de Rerum Novarum es que fue publicada el 5 de mayo de 1891, justo en el decimocuarto año del pontificado de León XIII. Esta exhortación sirvió para insuflar bocanadas de cordura, prudencia y sentido común en las postrimerías del siglo XIX, una época tiznada de miseria, pobreza, acentuadas desigualdades socioeconómicas y su consiguiente agitación revolucionaria; siempre desde una óptica equidistante con las ideologías políticas, por lo que muy crítica tanto con la posible avaricia de los grandes propietarios como con las recetas socialistas para erradicar semejante problema.


Rerum Novarum es una encíclica que exuda una desembarazada conciencia social, pero, a su vez, explícitamente reticente al ‘ismo’ del socialismo, además de condenatoria con los abusos de una economía de mercado huérfana de ápices compasión y límites morales.


Uno de los ejes vertebradores de esta encíclica es una defensa -sin cortapisas- de la propiedad privada, que es un derecho natural -superior al ámbito legal- que nos diferencia de los animales, por la capacidad natural de poseer que tenemos las personas, más allá de nuestra faculta animal de usar las cosas.


León XIII veía la propiedad privada amenazada tanto por una intervención excesiva del estado como de una libertad ilimitada por parte de los grandes capitales. Veía que había dos aspectos predominantes que la ponían en peligro: uno, el pecado de avaricia y codicia de algunas personas pudientes o acaudaladas, por redundar en detrimento de los “obreros indefensos”; dos, los “pruritos revolucionarios” y la “agitación sediciosa” desencadenada por determinados alborotadores sociales, por ofrecer una solución violenta y artificiosa a la situación de semejantes “obreros indefensos”.


En Rerum Novarum se deja claro que hay que evitar, en la medida de lo posible y siempre que se den unos mínimos de dignidad social, que el estado intervenga como sustituto de la caridad cristiana. Con estas palabras textuales lo pone de manifiesto en su punto número 17: “Cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna». No son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar: «Es mejor dar que recibir»".


Como se puede ver en el párrafo anterior, León XIII insta a los ricos a ejercer la caridad cristiana como un deber social de una importancia capital, pero no tanto como un deber legal donde el estado tome partido. Ahora bien, en el punto número 26 de esta encíclica, sí que se deja rotundamente claro que hay una serie de situaciones límite que sí que hacen necesario cierto grado de intervención estatal; y lo hace en tales términos: “Si, por tanto, se ha producido o amenaza algún daño al bien común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público (…) Si la clase patronal oprime a los obreros con cargas injustas o los veja imponiéndoles condiciones ofensivas para la persona y dignidad humanas; si daña la salud con trabajo excesivo, impropio del sexo o de la edad, en todos estos casos deberá intervenir de lleno, dentro de ciertos límites, el vigor y la autoridad de las leyes. Límites determinados por la misma causa que reclama el auxilio de la ley, o sea, que las leyes no deberán abarcar ni ir más allá de lo que requieren el remedio de los males o la evitación del peligro”.


Aquí resulta meridiano aquello que se conoce como principio de subsidiariedad estatal, es decir, el estado como interventor suplente en casos extremos, no como agente principal. Por consiguiente, esta encíclica alerta a los ricos, y abre la puerta a cierto grado de intervención estatal subsidiaria, en casos como que el trabajador a su cargo ejerza su oficio durante un número de horas manifiestamente superior al de sus fuerzas, como que no disponga de la posibilidad de disfrutar de algunos momentos de ocio y como que le sea negado el descanso en domingos y festivos.


Con todo esto encima de la mesa, no cabe duda de que Rerum Novarum insta a los grandes propietarios a ser condescendientes y respetuosos con sus empleados; pero, además, les recuerda a dichos trabajadores que ellos, también, tienen el deber de cumplir con sus obligaciones.


¿Y por qué León XIII era más partidario del principio de subsidiariedad del estado -véase como suplente o sustituto en situaciones excepcionales- que del intervencionismo estatal? Por tres razones preponderantes: 


la primera, porque resulta más conveniente para garantizar el bien común, puesto que “los socialistas empeoran la situación de los obreros todos, en cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad, puesto que, privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello mismo los despojan de la esperanza y de la facultad de aumentar los bienes familiares y de procurarse utilidades”; 

la segunda, para evitar que se ponga en peligro la propiedad privada, un derecho que es natural, superior al ámbito legal, y que, por ende, no se puede abolir; 

la tercera, por la alta posibilidad de que el poder público reemplace a la familia como núcleo fundamental de la sociedad y en cuanto a las relaciones paternofiliales de sus miembros (es decir, que el estado sustituya a los padres en sus derechos, obligaciones y deberes).

En el punto número 10 de Rerum Novarum, se incide en esta última cuestión de manera muy esclarecedora y meticulosa; reza así: “Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es que, si una familia se encontrara eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad. Cierto también que, si dentro del hogar se produjera una alteración grave de los derechos mutuos, la potestad civil deberá amparar el derecho de cada uno; esto no sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y afianzarlos con una justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que los gobernantes se detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos límites”.


Esta encíclica es, también, explícitamente contraria a la lucha de clases, a que las personas estén divididas y enfrentadas por su condición socioeconómica, puesto que todos somos hermanos, y compartimos la condición de “herederos en Dios” y “coherederos en Cristo”; lo que hace imprescindible un “amor fraternal de parentesco” entre todos los hijos del Señor.


Como solución fraternal a esta posible rivalidad de clases sociales, Rerum Novarum recomienda fomentar la creación de “sociedades de socorros mutuos”, donde haya una interacción colaborativa entre “obreros” y “patronos”. Como recoge su punto número 34, “los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y acercar más una clase a la otra”; y pone como ejemplo a “los gremios de artesanos”, debido a que “reportaron durante mucho tiempo grandes beneficios a nuestros antepasados”, además de que “no sólo trajeron grandes ventajas para los obreros, sino también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado por numerosos monumentos”.


A esto, añade su punto número 35 lo siguiente: “La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia: «Es mejor que estén dos que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!» (Ecl 4, 9-12). Y también esta otra: «El hermano, ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada» (Prov 18, 19). En virtud de esta propensión natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la formación de otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es verdad, pero de todos modos sociedades”.


Eso sí, León XIII incluyó una advertencia vital en el punto número 39 de su célebre encíclica, la cual dice así: “Las asociaciones de obreros se han de constituir y gobernar de tal modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin que se proponen, consistente en que cada miembro de la sociedad consiga, en la medida de lo posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia. Pero es evidente que se ha de tender, como fin principal, a la perfección de la piedad y de las costumbres, y asimismo que a este fin habrá de encaminarse toda la disciplina social. De lo contrario, degeneraría y no aventajarían mucho a ese tipo de asociaciones en que no suele contar para nada ninguna razón religiosa. Por lo demás, ¿de qué le serviría al obrero haber conseguido, a través de la asociación, abundancia de cosas, si peligra la salvación de su alma por falta del alimento adecuado? «¿Qué aprovecha al hombre conquistar el mundo entero si pierde su alma?». Cristo nuestro Señor enseña que la nota característica por la cual se distinga a un cristiano de un gentil debe ser ésa precisamente: «Eso lo buscan todas las gentes... Vosotros buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura»”.


Como colofón final, animo, utilizando palabras textuales del punto número 38 de Rerum Novarum, a aquellos “católicos de copiosas fortunas que, uniéndose voluntariamente a los asalariados, se esfuerzan en fundar y propagar estas asociaciones con su generosa aportación económica, y con ayuda de las cuales pueden los obreros fácilmente procurarse no sólo los bienes presentes, sino también asegurarse con su trabajo un honesto descanso futuro”. 

Martes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Primera Lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (1,18-22):

¡Dios me es testigo! La palabra que os dirigimos no fue primero «sí» y luego «no». Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya. Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros. Él nos ha ungido, él nos ha sellado, y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.

Palabra de Dios


Salmo 118,R/. Haz brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo


Santo Evangelio según san Mateo (5,13-18):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»

Palabra del Señor


Compartimos:

Es curioso que Jesús nos diga que somos/tenemos que ser la sal el mundo. Lo digo porque ahora los médicos están empeñados en quitarnos a todos la sal de los alimentos. Dicen que es mala para el corazón. Pero la verdad es que comer todos los alimentos sosos, es algo bastante aburrido. Es como si todo supiera a lo mismo. La sal realza el saber de cada alimentos y marca las diferencias.


Conclusión: igual tenemos que obedecer a los médicos y por el bien de nuestro corazón y de nuestras arterias conviene que dejemos de poner sal en los alimentos. Pero eso no significa que nuestra vida se tenga que volver sosa e insípida, aburrida en definitiva. Lo que Jesús nos pide es que pongamos en la vida propia, en las relaciones, la sal del Reino. Es una sal que nos hace comprender la realidad que nos rodea desde un punto de vista diferente. Podríamos decir que desde el punto de vista de Dios.


Con la sal del Evangelio comprenderemos perfectamente que más allá de las diferencias que traen consigo las fronteras, las ideologías, el sexo, la religión y tantas otras maneras que tenemos de separarnos y excluirnos unos a otros, hay algo que nos une: el ser hijos e hijas de Dios, hermanos unos de otros. Con la sal del Reino entenderemos muy bien que vale la pena luchar por la justicia y la fraternidad porque nos ayudará a ver mejor la injusticia y la intolerancia que imposibilitan vivir como hermanos e hijos de Dios.


El problema es si la sal se vuelve sosa. Es decir, si somos cristianos pero eso nos sirve sólo como una especie de garantía para asegurarnos la salvación y la tranquilidad de espíritu. Puede pasar que de tanto ir a misa y orar en la intimidad se nos olvide que seguir a Jesús tiene consecuencias para nuestra vida en los otros momentos en que no estamos rezando o no estamos en la Iglesia. El Evangelio, el Reino, tiene consecuencias para nuestra vida familiar, para la relación con los amigos, para nuestras opciones políticas, para nuestro servicio a los más pobres y necesitados, siempre en búsqueda de la fraternidad y la justicia. Esa es la sal que tenemos que poner en nuestro mundo.

lunes, 9 de junio de 2025

Lunes de la X Semana del Tiempo Ordinario

Primera Lectura

Comienzo de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (1,1-7):

Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, y el hermano Timoteo, a la Iglesia de Dios que está en Corinto y a todos los santos que residen en toda Acaya: os deseamos la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. ¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo! Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios. Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo. Si nos toca luchar, es para vuestro aliento y salvación; si recibimos aliento, es para comunicaros un aliento con el que podáis aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nos dais firmes motivos de esperanza, pues sabemos que si sois compañeros en el sufrir, también lo sois en el buen ánimo.

Palabra de Dios


Salmo 33,R/. Gustad y ved qué bueno es el Señor


 Santo Evangelio según san Mateo (5,1-12):

Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron.

Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos , porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

Palabra del Señor

Compartimos:

Hoy tocan las Bienaventuranzas. Hay que ponerlo así, con mayúscula, porque es un texto realmente sorprendente se mire por donde se mire. A muchos les hace descubrir una nueva dimensión: el evangelio, Jesús, hace una opción clarísima por los pobres, por los que sufren, por los hambrientos, por los que lloran, por los mansos. Otros pueden pensar que el texto de las bienaventuranzas es en realidad la gran mentira, la mayor de las mentiras. Porque no es verdad que los pobres o los que sufren o los que lloran o los mansos sean bienaventurados. La verdad es que les ha tocado la peor parte en el banquete de esta vida y no tienen muchos visos de que vayan a poder salir de ahí en poco tiempo. Para ser sinceros, las Bienaventuranzas son una palabras de Jesús complicadas de entender. Pero no dejan de ser un texto programático dentro del Evangelio. Es como si Jesús estuviese haciendo el discurso inicial en el que se encuentra lo más importante y central de su mensaje. Algo parecido a cuando nuestros gobernantes comienzan su periodo de gobierno con un discurso en el que plantean todo lo que van a hacer.


Si las leemos como el contenido central del Evangelio, entonces las Bienaventuranzas se iluminan con total claridad. Y lo que vemos es que Dios quiere dar la vuelta a este mundo. El Reino no es una prolongación de los reinos y gobiernos y poderosos de este mundo sino exactamente lo contrario. En el Reino los que tienen la total prioridad son los pobres, los que sufren, los que lloran… Dicho de otro modo: los que son los primeros para Dios son los que en nuestro mundo son los últimos. No se trata de que esos últimos, marginados, echados fuera, excluidos, tengan que ser los objetos de nuestros cuidados, de nuestras atenciones, de nuestra caridad. Es mucho más que eso: es que son los primeros. Y nosotros, como consecuencia, los segundos.


Nos cuesta entenderlo. Y es normal. Es la vuelta completa. Es poner el mundo al revés. Es darle la vuelta a la tortilla. Es la revolución más verdadera y auténtica. Es, en el fondo, la condición necesaria para que el Reino sea de verdad para todos, incluidos nosotros.

domingo, 8 de junio de 2025

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

 JUBILEO DE LOS MOVIMIENTOS, DE LAS ASOCIACIONES Y DE LAS NUEVAS COMUNIDADES

CAPILLA PAPAL


HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV

Plaza de San Pedro


Hermanos y hermanas:


«Brilla para nosotros, hermanos, el día grato en que […] Jesucristo, el Señor, después de resucitado y glorificado por su ascensión, envió al Espíritu Santo» (S. Agustín, Sermo 271, 1). Y también hoy se reaviva lo que sucedió en el cenáculo; desciende sobre nosotros el don del Espíritu Santo como un viento impetuoso que sacude, como un fragor que nos despierta, como un fuego que nos ilumina (cf. Hch 2,1-11).


Como hemos escuchado en la primera lectura, el Espíritu lleva a cabo algo extraordinario en la vida de los Apóstoles. Ellos, después de la muerte de Jesús, se habían encerrado en el miedo y en la tristeza, pero ahora reciben finalmente una mirada nueva y una inteligencia del corazón que les ayuda a interpretar los eventos que han sucedido y a tener una íntima experiencia de la presencia del Resucitado: el Espíritu Santo vence su miedo, rompe las cadenas interiores, alivia las heridas, los unge con fortaleza y les da el valor de salir al encuentro de todos para anunciar las obras de Dios.


El texto de los Hechos de los Apóstoles nos dice que, en Jerusalén, en ese momento, había una multitud de las más variadas procedencias, y, aun así, «cada uno los oía hablar en su propia lengua» (v. 6). Y entonces, es así que en Pentecostés las puertas del cenáculo se abren porque el Espíritu abre las fronteras. Como afirma Benedicto XVI: «El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel —la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros», y abre las fronteras. […] La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es:  debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres (Homilía de Pentecostés, 15 mayo 2005).


Esta es una imagen elocuente de Pentecostés sobre la que quisiera detenerme con ustedes para meditarla.


El Espíritu abre las fronteras, ante todo, dentro de nosotros. Es el Don que abre nuestra vida al amor. Y esta presencia del Señor disuelve nuestras durezas, nuestras cerrazones, los egoísmos, los miedos que nos paralizan, los narcisismos que nos hacen girar sólo en torno a nosotros mismos. El Espíritu Santo viene a desafiar, en nuestro interior, el riesgo de una vida que se atrofia, absorbida por el individualismo. Es triste observar como en un mundo donde se multiplican las ocasiones para socializar, corremos el riesgo de estar paradójicamente más solos, siempre conectados y sin embargo incapaces de “establecer vínculos”, siempre inmersos en la multitud, pero restando viajeros desorientados y solitarios.


El Espíritu de Dios, en cambio, nos hace descubrir un nuevo modo de ver y de vivir la vida. Nos abre al encuentro con nosotros mismos, más allá de las máscaras que llevamos puestas; nos conduce al encuentro con el Señor enseñándonos a experimentar su alegría; nos convence —según las mismas palabras de Jesús apenas proclamadas— de que sólo si permanecemos en el amor recibimos también la fuerza de observar su Palabra y, por tanto, de ser transformados por ella. Abre las fronteras en nuestro interior, para que nuestra vida se convierta en un espacio hospitalario.


El Espíritu abre también las fronteras en nuestras relaciones. En efecto, Jesús dice que este Don es el amor entre Él y el Padre que viene a habitar en nosotros. Y cuando el amor de Dios mora en nosotros, somos capaces de abrirnos a los hermanos, de vencer nuestras rigideces, de superar el miedo hacia el que es distinto, de educar las pasiones que se sublevan dentro de nosotros. Pero el Espíritu transforma también aquellos peligros más ocultos que contaminan nuestras relaciones, como los malentendidos, los prejuicios, las instrumentalizaciones. Pienso también —con mucho dolor— en los casos en que una relación se intoxica por la voluntad de dominar al otro, una actitud que frecuentemente desemboca en violencia, como desgraciadamente demuestran los numerosos y recientes casos de feminicidio.


El Espíritu Santo, en cambio, hace madurar en nosotros los frutos que ayudan a vivir relaciones auténticas y sanas: «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza» (Gal 5,22). De este modo, el Espíritu expande las fronteras de nuestras relaciones con los demás y nos abre a la alegría de la fraternidad. Y este es un criterio decisivo también para la Iglesia; somos verdaderamente la Iglesia del Resucitado y los discípulos de Pentecostés sólo si entre nosotros no hay ni fronteras ni divisiones, si en la Iglesia sabemos dialogar y acogernos mutuamente integrando nuestras diferencias, si como Iglesia nos convertimos en un espacio acogedor y hospitalario para todos.


Para concluir, el Espíritu abre las fronteras también entre los pueblos. En Pentecostés los Apóstoles hablan las leguas de aquellos que encuentran y el caos de Babel es finalmente apaciguado por la armonía generada por el Espíritu. Las diferencias, cuando el Soplo divino une nuestros corazones y nos hace ver en el otro el rostro de un hermano, no son ocasión de división y de conflicto, sino un patrimonio común del que todos podemos beneficiarnos, y que nos pone a todos en camino, juntos, en la fraternidad.


El Espíritu rompe las fronteras y abate los muros de la indiferencia y del odio, porque “nos enseña todo” y nos “recuerda las palabras de Jesús” (cf. Jn 14,26); y, por eso, lo primero que enseña, recuerda e imprime en nuestros corazones es el mandamiento del amor, que el Señor ha puesto en el centro y en la cima de todo. Y donde hay amor no hay espacio para los prejuicios, para las distancias de seguridad que nos alejan del prójimo, para la lógica de la exclusión que vemos surgir desgraciadamente también en los nacionalismos políticos.   


Precisamente celebrando Pentecostés, el Papa Francisco observaba que «Hoy en el mundo hay mucha discordia, mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad» (Homilía, 28 mayo 2023). Y de todo esto son una trágica señal las guerras que agitan nuestro planeta. Invoquemos el Espíritu de amor y de paz, para que abra las fronteras, abata los muros, disuelva el odio y nos ayude a vivir como hijos del único Padre que está en el cielo.


Hermanos y hermanas: ¡Por Pentecostés se renueva la Iglesia y el mundo! Que el viento vigoroso del Espíritu venga sobre nosotros y dentro de nosotros, abra las fronteras del corazón, nos dé la gracia del encuentro con Dios, amplíe los horizontes del amor y sostenga nuestros esfuerzos para la construcción de un mundo donde reine la paz.


Que María Santísima, Mujer de Pentecostés, Virgen visitada por el Espíritu, Madre llena de gracia, nos acompañe e interceda por nosotros.


REGINA CAELI PAPA LEÓN XIV

Plaza de San Pedro

Antes de concluir esta celebración, dirijo un afectuoso saludo a todos ustedes que han participado y también a cuantos se han conectado a través de los medios de comunicación.


Mi agradecimiento va a los señores cardenales y obispos presentes y a todos los representantes de las asociaciones y movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades. Queridas hermanas y queridos hermanos, con la fuerza del Espíritu Santo, partan renovados de este Jubileo dedicado a ustedes. ¡Vayan y lleven a todos la esperanza del Señor Jesús!


Italia y otros países concluyen en estos días el año escolar. Deseo saludar a los jóvenes y a todos los estudiantes y profesores, especialmente a los estudiantes que en los próximos días realizarán los exámenes al final del ciclo de estudios.


Y ahora, por intercesión de la Virgen María, supliquemos al Espíritu Santo el don de la paz. Ante todo, la paz en los corazones: sólo un corazón pacífico puede difundir la paz en la familia, en la sociedad, en las relaciones internacionales. Que el Espíritu de Cristo resucitado abra caminos de reconciliación dondequiera que haya guerra; ilumine a los gobernantes y les dé el valor de realizar gestos de distensión y diálogo.